miércoles, 30 de mayo de 2012

Mecánica del rapto (de la fuga de Ismael Da Silva)

UNO.
Llegué a Caracas desde Maturín, en el año del Señor de 2018.  Llegué en un viejo Autobús a la Bandera. Fue una pequeña decepción: mis familiares me habían contado tanto del terminal del Nuevo Circo, que era esa la imagen que tenía en mente. Parece que llegó un alcalde de acá, hace años y cambió las cosas un día. Bueno, me bajé del Autobús, recogí mi maleta y le di un abrazo al hermano en Cristo que tuvo la bondad de brindarme un puesto en Clarines. Salía yo de Monagas, y ya en Clarines el vehículo daba muestras de no poderse alejar más allá de la alcabala. Antes del Guapo nos accidentamos. Eran las 11 de la mañana y el silencio del campo me tenía azorado. Decidí que era un momento perfecto para predicar, y así hice. Tomé la Biblia, la abrí y leí entonces. No llevaba más de 10 minutos, reflexionando alrededor del libro de Isaías, cuando escuché el primer insulto. Me mandaban a callar. Me escupieron. Les decía que abrieran su corazón, que recibieran la Palabra de Dios. Mi voz se entrecortaba, se hacía lenta, sin fuerzas. Me tomaron entre tres hombres y me bajaron del autobús. Ustedes siempre con su ladilla, me dijeron. Lanzaron mi bolso y siguieron de largo. De nada sirvieron mis súplicas, mis arengas, mis gritos. Eran las 12 del mediodía y estaba solo al borde de la carretera, rodeado de un desierto.

A las horas, no podría decir exactamente cuanto, porque el sol no llegó a declinar, unos gentiles me llevaron en una pick-up hasta Guarenas, y ahí esperé que llegara la tarde debajo de una sombra, en la bomba de gasolina.  

Mi nombre es Jeremías David Armas y soy profeta por la gracia del Señor. Fui nombrado como tal en la Iglesia del Pastor José, en Maturín, cerca del Estadio. Fui nombrado Jeremías por mi pastor, hace 28 años, cuando nací. Tomó mi nombre del santo Profeta, pues vio en mí a un misionero, a un hombre de Dios. Mi madre se alegró al escuchar eso, aunque desconocía realmente el poder de la Palabra. Mi padre, en cambio, desconfió de sus anuncios. Curiosamente, a los pocos años fue él quién pareció acertar. Siendo apenas un adolescente, no se me anunciaban los caminos de Dios por ninguna parte. De pocos recursos, muy pronto caí en malas juntas, de ahí a delinquir, y luego, rápidamente, a la cárcel. Estrené mis 18 años en una comisaría, y los siguientes tres, en la cárcel de El Dorado. Intenté fugarme; no lo logré. Cada día intentaba sobrevivir en ese infierno, rodeado de la selva, sintiendo que me moría segundo a segundo. Mi madre nunca me vino a ver: me había desterrado de sí, aunque mi padre, que si vino varias veces, me mandaba comida preparada por ella, y alguna ropa vieja que le entregaron mis hermanos. Dormíamos cada día de espaldas a la pared, evitando malos tratos. No disponía de dinero para que garantizaran mi seguridad, ni de mayores destrezas. Mi voz era casi de niña; mis brazos y mi torso, lánguidos. Un día ya me daba por perdido, hasta que se me acercó Juan, un hermano evangélico. Comenzó a predicarme, a conversar conmigo, y recordé al instante lo olvidado: aquello que me leía mi madre de niño, las visitas al templo a estudiar, las lecturas de la Biblia en mi infancia. Algo inmediatamente se despertó en mí. Me uní con entusiasmo al resto de los hermanos evangélicos y mi vida cambió para siempre. Pude evitar las extorsiones y golpes, pues acompañaba al Pastor a todos lados, y el era muy respetado.

Fuera del círculo de la Iglesia, dentro de la cárcel solo conocí a otra persona de trato. Se llamaba Ismael. Ismael Da Silva. Cuando me dijo su nombre, una tarde en el Patio, inmediatamente lo creí uno más de mis hermanos. Ismael, nombre bíblico, hijo de Abraham.
-       Sí, me respondió, pero no te equivoques. No pertenezco a tu gente. Mi lugar es otro.
Aun así, nos tratamos. Era un hombre melancólico, pero duro a la vez. No tenía mayores esperanzas en la vida, ni de salir de la cárcel, ni de sobrevivir, pero aun así, hacía sus labores, leía mucho, cumplía con lo cotidiano. Yo intentaba convertirlo, predicándole incesantemente, pero era inútil. Era un hombre cerrado a la palabra del Señor.

En la cárcel vi muchas violaciones. Escuché gritos cada noche, llantos. Me aterraba, pero repetía incesantemente: el Señor es mi pastor, nada me falta. Y trataba de llevar el paso.

Con el tiempo, fui aprendiendo a predicar cada vez mejor, pero mi voz triste, sin mayores timbres, conspiraba contra ello. Cada mañana rezaba con fuerzas a Dios por un milagro, porque me hiciera Profeta de su palabra, me tomara entero como suyo y, lleno de Espíritu Santo, convirtiera así al resto de la población en la cárcel. Cada día esperaba ese milagro. Era paciente. Sé que el Señor no me abandonaría.

Una noche, supimos de una fuga. Lograron burlar a los guardias unas cinco personas. Tres fueron encontrados flotando río abajo, o mejor dicho, los restos devorados por las pirañas. Otro se devolvió, lleno de miedo, y por cobarde lo mataron enseguida. Del quinto no se supo nada más. Lo daban por perdido. Nadie sobrevivía a la selva de Guayana. Ese quinto era Ismael.

A los pocos días, encontré una frase garabateada en papel periódico, dentro de mi Biblia. La firmaba Ismael. Decía así: ten cuidado con lo que te ofrecen en la Iglesia. Podrías perder algo importante de ti mismo. Nos vemos.
Eso era todo.

Al cumplir los tres años preso, por buena conducta y por las apelaciones de la Iglesia, pude salir. Siete años después, llegaba a Caracas.

De Ismael más nunca supe nada.


3 comentarios: