UNO.
Llegué
a Caracas desde Maturín, en el año del Señor de 2018. Llegué en un viejo Autobús a la Bandera. Fue
una pequeña decepción: mis familiares me habían contado tanto del terminal del
Nuevo Circo, que era esa la imagen que tenía en mente. Parece que llegó un
alcalde de acá, hace años y cambió las cosas un día. Bueno, me bajé del
Autobús, recogí mi maleta y le di un abrazo al hermano en Cristo que tuvo la
bondad de brindarme un puesto en Clarines. Salía yo de Monagas, y ya en Clarines
el vehículo daba muestras de no poderse alejar más allá de la alcabala. Antes
del Guapo nos accidentamos. Eran las 11 de la mañana y el silencio del campo me
tenía azorado. Decidí que era un momento perfecto para predicar, y así hice. Tomé
la Biblia, la abrí y leí entonces. No llevaba más de 10 minutos, reflexionando
alrededor del libro de Isaías, cuando escuché el primer insulto. Me mandaban a
callar. Me escupieron. Les decía que abrieran su corazón, que recibieran la
Palabra de Dios. Mi voz se entrecortaba, se hacía lenta, sin fuerzas. Me
tomaron entre tres hombres y me bajaron del autobús. Ustedes siempre con su
ladilla, me dijeron. Lanzaron mi bolso y siguieron de largo. De nada sirvieron
mis súplicas, mis arengas, mis gritos. Eran las 12 del mediodía y estaba solo
al borde de la carretera, rodeado de un desierto.
A
las horas, no podría decir exactamente cuanto, porque el sol no llegó a
declinar, unos gentiles me llevaron en una pick-up hasta Guarenas, y ahí esperé
que llegara la tarde debajo de una sombra, en la bomba de gasolina.
Mi
nombre es Jeremías David Armas y soy profeta por la gracia del Señor. Fui
nombrado como tal en la Iglesia del Pastor José, en Maturín, cerca del Estadio.
Fui
nombrado Jeremías por mi pastor, hace 28 años, cuando nací. Tomó mi nombre del
santo Profeta, pues vio en mí a un misionero, a un hombre de Dios. Mi madre se
alegró al escuchar eso, aunque desconocía realmente el poder de la Palabra. Mi
padre, en cambio, desconfió de sus anuncios. Curiosamente, a los pocos años fue
él quién pareció acertar. Siendo apenas un adolescente, no se me anunciaban los
caminos de Dios por ninguna parte. De pocos recursos, muy pronto caí en malas
juntas, de ahí a delinquir, y luego, rápidamente, a la cárcel. Estrené mis 18 años
en una comisaría, y los siguientes tres, en la cárcel de El Dorado. Intenté
fugarme; no lo logré. Cada día intentaba sobrevivir en ese infierno, rodeado de
la selva, sintiendo que me moría segundo a segundo. Mi madre nunca me vino a
ver: me había desterrado de sí, aunque mi padre, que si vino varias veces, me
mandaba comida preparada por ella, y alguna ropa vieja que le entregaron mis
hermanos. Dormíamos cada día de espaldas a la pared, evitando malos tratos. No
disponía de dinero para que garantizaran mi seguridad, ni de mayores destrezas.
Mi voz era casi de niña; mis brazos y mi torso, lánguidos. Un día ya me daba
por perdido, hasta que se me acercó Juan, un hermano evangélico. Comenzó a
predicarme, a conversar conmigo, y recordé al instante lo olvidado: aquello que
me leía mi madre de niño, las visitas al templo a estudiar, las lecturas de la
Biblia en mi infancia. Algo inmediatamente se despertó en mí. Me uní con
entusiasmo al resto de los hermanos evangélicos y mi vida cambió para siempre.
Pude evitar las extorsiones y golpes, pues acompañaba al Pastor a todos lados,
y el era muy respetado.
Fuera del círculo de la
Iglesia, dentro de la cárcel solo conocí a otra persona de trato. Se llamaba
Ismael. Ismael Da Silva. Cuando me dijo su nombre, una tarde en el Patio,
inmediatamente lo creí uno más de mis hermanos. Ismael, nombre bíblico, hijo de
Abraham.
- Sí, me respondió, pero no te
equivoques. No pertenezco a tu gente. Mi lugar es otro.
Aun así, nos tratamos. Era
un hombre melancólico, pero duro a la vez. No tenía mayores esperanzas en la
vida, ni de salir de la cárcel, ni de sobrevivir, pero aun así, hacía sus
labores, leía mucho, cumplía con lo cotidiano. Yo intentaba convertirlo,
predicándole incesantemente, pero era inútil. Era un hombre cerrado a la
palabra del Señor.
En la cárcel vi muchas
violaciones. Escuché gritos cada noche, llantos. Me aterraba, pero repetía
incesantemente: el Señor es mi pastor,
nada me falta. Y trataba de llevar el paso.
Con el tiempo, fui
aprendiendo a predicar cada vez mejor, pero mi voz triste, sin mayores timbres,
conspiraba contra ello. Cada mañana rezaba con fuerzas a Dios por un milagro,
porque me hiciera Profeta de su palabra, me tomara entero como suyo y, lleno de
Espíritu Santo, convirtiera así al resto de la población en la cárcel. Cada día
esperaba ese milagro. Era paciente. Sé que el Señor no me abandonaría.
Una noche, supimos de una
fuga. Lograron burlar a los guardias unas cinco personas. Tres fueron
encontrados flotando río abajo, o mejor dicho, los restos devorados por las
pirañas. Otro se devolvió, lleno de miedo, y por cobarde lo mataron enseguida.
Del quinto no se supo nada más. Lo daban por perdido. Nadie sobrevivía a la
selva de Guayana. Ese quinto era Ismael.
A los pocos días, encontré
una frase garabateada en papel periódico, dentro de mi Biblia. La firmaba
Ismael. Decía así: ten cuidado con lo que
te ofrecen en la Iglesia. Podrías perder algo importante de ti mismo. Nos
vemos.
Eso era todo.
Al cumplir los tres años
preso, por buena conducta y por las apelaciones de la Iglesia, pude salir.
Siete años después, llegaba a Caracas.
De Ismael más nunca supe
nada.
¿Y el DOS y el TRES? ¿Continuará...?
ResponderEliminarClaro!!! sigue!
EliminarClaro!!! sigue!
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