lunes, 14 de septiembre de 2009

Ciudad en cuarentena/Caminando después de la emboscada. Despachos del imperio, Boris Muñoz

Eran las cuatro y media de la tarde del jueves 13 de septiembre. Habían pasado casi cincuenta y tres horas desde que los aviones comerciales se habían estrellado contra las torres del World Trade Center como dos balas de plata. El tren se deslizó morosamente y en absoluta oscuridad por el túnel de acceso hasta detenerse en el andén 4 de la Pennsylvania Station, justo debajo de otro de los símbolos de la ciudad, el Madison Square Garden.
Al contrario de lo que esperaba, en la estación un torrente humano se movía con ritmo aun más febril que de costumbre. Pero al salir a la calle, pude comprobar lo que ya había escuchado muchas veces: la ciudad ya no era la misma. Los neoyorquinos, que de ordinario son locuaces o arrogantes y siempre frenéticos, se encontraban sumidos en una especie de letargo que los hacía caminar arrastrando los pies.
Pero a pesar del paso de zombis que llevan sus cuerpos, los ojos se mueven inquietos revelando la gran ansiedad o tan sólo el principio. Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue la cantidad de gente que llevaba máscaras para respirar, como pulpos pegados a la cara.
En vez de tomar el subway, bajé desde la calle 34 caminando por la Séptima Avenida. Aunque era imposible, la ciudad de empeñaba tercamente en recuperar la normalidad. Muchos comercios y boutiques estaban abiertos, pero no había clientes ni nadie haciendo window shopping. Los carros de la policía, los bomberos y otros cuerpos de ayuda se abrían paso a toda velocidad mientras sus sirenas disparaban ráfagas de colores y sonidos que barrían las calles en varias manzanas a la redonda.
A medida que me aproximaba al down town, los signos de la catástrofe de hacían cada vez más evidentes. Al volver la vista hacia los edificios, las ventanas aparecían cubiertas con la bandera americana. No sólo la gente llevaba lazos y brazaletes en señal de duelo, sino que los postes y casetas telefónicas se encontraban empapelados con las fotografías de las personas desaparecidas.
Una de ellas es Gennie Gambale, de 27 años, que había sido vista por última vez en el piso 105 de la torre nortee el martes a las ocho y media de la mañana. Otra era Richard "Dick" Morgan, un financiero de 66 años, que según la información del volante había sobrevivido al cáncer de piel. Esa día llevaba una camisa azul, su anillo matrimonial y un reloj del ejército suizo. Nadie lo había vuelto a ver desde el 11-S.
Los volantes también les pedían a quienes supieran de gente desaparecida que velaran por sus mascotas, pues a estas alturas había muchos animales esperando a sus amos sin comer ni beber. Nada más neoyorquino que esta implacable preocupación por los animales, pensé.
Cerca de la calle 23 el aire de Nueva York comenzaba a tener un olor metálico y el sabor picante de los gases lacrimógenos. Le pregunté a una muchacha con pinta de modelo y que paseaba un perrito hasta dónde está permitido el paso. “Si tienes una buena excusa o un recibo de teléfono para mostrar que vives en la zona, tal vez te dejen pasar después de la 14. Aunque no te sugeriría que fueras más allá de Houston, si no quieres entrar en otro mundo”, me advirtió.
En la alcabala de la calle 14 se agolpaba todo tipo de gente, desbordando a los policías con solicitudes de paso. “Mi hermano está en el Saint Paul Hospital…”. A pesar de sus buenas maneras, los policías eran inflexibles en el cumplimiento de las medidas de extrema urgencia que habían sido tomadas para evitar el caos.
Al llegar a Saint Vincent experimenté una intensidad del dolor que no alcanzaba a vislumbrar en las imágenes televisivas, las fotos y los testimonios. Los muros aledaños al hospital y las unidades móviles de los canales de televisión se encontraban tapizados d extremo a extremo con centenares de fotografías. En las leyendas de los relatos se apuntaban las señas particulares de los desaparecidos y de las personas a quienes contactar en caso de haberlos visto. Todos incluían una característica física o de personalidad resaltante: el cabello, un tacón especial para disimular la cojera, una sonrisa de comercial de televisión, una placa de veterano de guerra, un tatuaje alrededor del antebrazo en forma de serpiente que se muerde la cola o de corazón flechado con una rosa entornada a la altura del tobillo. Era como si de repente la tierra se hubiera tragado a miles de personas y sus familiares se empeñaran en recordar que habían existido, que no habían sido meros fantasmas o números de la Seguridad Social…
…Los neoyorquinos saben que algo les fue arrebatado en esa mañana diáfana, que la ciudad ha sido vulnerada, que pasará mucho tiempo antes de que las almas de sus muertos reposen en paz. Lo que más me impresionaba, sin embargo, era la indoblegable esperanza de los familiares que, acuclillados en las esquinas, aguardaban desde hacía dos días a que por obra de un milagro sus seres queridos salieran con vida del montón de hierros retorcidos y trozos de concreto de las moles derribadas 20 cuadras más abajo. “Mi hijo, mi hijo; quiero encontrar a mi hijo”, decía con voz jadeante una señora de unos 60 años sosteniendo una fotografía de un hombre de 39, corredor de la forma Cantor Fitzgerald.

Leer el Caribe desde el silencio, de Pedro Enrique Rodríguez (fragmento)-Oficio de lectores

La idea, en dos platos, es esta: pese a la proximidad inclemente del mar, en realidad es poco, si no nada, lo que encontramos de él y sus amplias playas lumínicas en eso que, a falta de mejor nombre, uno termina por resignarse a llamar literatura nacional.
Se trata de un registro donde hay edificios, hoteles luminosos, muchos bares de mala muerte, largas avenidas, la balada del plomo y el cuchillo. Pero no es fácil dar con las sutiles arenas de un Caribe que, de viento en viento, se pierden en sus tardes bajo el ímpetu de sus brisas, con sus palmeras desganadas, sus tardes quietas.
Una excepción meritoria dentro del Caribe venezolano es una bella historia de Ruby Guerra (creo recordar que se llama "La Playa") donde vemos aparecer el mar tranquilo de una ciudad de provincia (¿Puerto La Cruz?, ¿Cumaná??). Allí encontramos un mar de mediados de semana, donde los amantes van a ver el atardecer, a escrutar los pájaros y mirarse a los ojos y todo, el mar, la anécdota, el recuerdo de una hoja en el agua, transmite una visión fulminante de la belleza tierna e íntima del Caribe.
Otras narrativas mucho más lejanas nos han convidado a ver el Caribe con los excesos kitsch de Carmen Miranda: insólitos sombreros cargados de frutas, vestidos que se pierden en el vacío de un escote, fogosas jornadas de adolescentes ardorosos que corren sin motivos por las playas, beben cerveza, se tumban en la arena, piensan en asaltar cuerpos a medio vestir y, por lo común, ostentan un diminuto cerebro agujereado por donde mana el tenue hilillo de un poco de agua de coco mezclado con líquido cefalorraquídeo. Sin embargo, después de sumergirnos en sus confines de luz, es posible descubrir otras posibilidades. Comprender que, en lo más íntimo, el Caribe es sutil, es sereno, de colores intensos y que, en cierto modo, el Caribe todavía espera por ser conquistado en las páginas de la literatura.
No intento ser taxativo, pero me parece entender que uno de los elementos más llamativos del Caribe es el recogimiento de su silencio entre el murmullo de pájaros y las olas. Es preciso caminar por una playa al atardecer, después del tumulto de la tarde entre discos de plástico y pelotas de colores, para comprender que existe algo en su ámbito que nos habla de silencio, de soledad, de un íntimo recogimiento. Basta con sumergirse un poco entre los corales de alguna playa, bucear entre cardúmenes, distinguir las bandas de luz que penetran desde el exterior, para entender que allí existe un latido que es profundo, ordenado, pudoroso.

La vigilia y el sueño

A Alejandro Oliveros

Respeto el pudor de las personas. Tengo conocidos, amistades, que prefieren el momento del sueño para hablar conmigo, para hacerme saber lo que quieren. Está una muchacha que, para mi desconcierto, me mira con un deseo furioso y dulce mientras me acerca sin complejos la longitud de su cuerpo. Gente del trabajo que bebe con uno. Amigos del liceo que me cuentan que ha sido de ellos. A veces se apilan en la entrada, a veces uno por uno. Pasa a veces que no llega nadie y me dejan seguir en lo más oscuro de mi sueño. This land will not comunicate, decía Auden, y entiendo desde la nostalgia de quien espera una epístola, alguna razón de aquellos que están tan lejos de hablarte sin complejos. Uno también lo hace: se pone sus disfraces y sale a velar a quienes anhela. Se llena de palabras y los rodea: para unos, conmovedoras; para otros, irónicas; para el resto, un intento de ser precisas. Pero nunca exactas como quisieras, nunca pertinentes, nunca concretas.
Hablar en sueños es hablar desde una bisagra: el contar lleva un camino de Argonauta y el delirio de Coleridge. Me gusta que aparezcan ellos, así, con grandes ropajes en la desnudez de mis complejos. Me siento menos solo. Me siento menos lejos de aquellos.
Acepto el pudor de las personas. Son bienvenidos en la ambigüedad de mis palabras, son bienvenidos en la inconstancia irresponsable de mis sueños. Que nunca condenan.

Ipods

Ipod1. Sketches from Spain (Miles Davis)

Es verano en sus finales, treinta y nueve grados casi a las cuatro de la mañana. Una niña de diez años mira al mar desde alguna orilla de Nueva York. A otra hora, del otro lado del Atlántico, otra niña mira el cielo desde el norte de Marruecos. Una ha dormido, la otra a trabajado todo el día. Tienen los ojos cansados y velados. A pesar de aviones y de buques que salen y llegan por aire y por mar, llenando de ruidos sordos de motor los espacios y ensordecen, no dejan de mirar, hasta que brotan lágrimas, lo que están mirando, fijamente en algún lado. Entonces, una empieza a taconear. Poco a poco. Luego la otra, lentamente. Van golpeando más fuerte o más fuerte o rápido según el ritmo de las olas y el viento que llevan consigo lo que el tiempo ensordece.
Llevan la calma a sus lugares, a pesar de las tristezas. Serenas a los suyos del insomnio y el cansancio. En lo alto de su baile, al fin llega la lluvia. Agotadas, se derrumban en la tierra.
Concierto de Aranjuez con una trompeta quita los zapatos a las niñas y las acuesta, al fondo, besándoles sus huellas.

Ipod2. Petit Fleur (Sydney Bechet)

Whisky, un cuarto oscuro.
Mucho humo de cigarrillo.
Y la soledad en frente, con poca ropa, bailando sola para uno.

Ipod3. Funky blues (Charlie Parker)

Uno se imagina escuchándole en la caída del agua. La regadera lenta, el agua caliente como ilusión que aleja la cama sola. Pone la cabeza bajo el agua y calla, minutos apenas.
Se seca, se viste, sale.
En el camino, se acerca al mercado y en cada fruta, pan, queso, legumbre, pescado, ve brotar los lentos acordes que escucha. Da el golpe del día en las malas madrugadas. Esas de tiempo encapotado, café en la mano al andar y la sensación falsa de que el frenesí de la ciudad se detuvo, por minutos quizás, en un saxo denso y embriagante.

Monedas al aire

1.
Viernes, 7:23 p.m.

Comienzo este blog cinco días antes de la quincena. Vacío mis bolsillos y enciendo un cigarrillo. Cuelgo las llaves, reviso los papeles arrugados, boto las facturas. Me quedan algunas monedas. Dentro de poco tendré 33 años, en una ciudad oscura, fuera de todo camino recto, casi a la mitad de la carrera de mi vida. Lanzo las monedas al aire, todas juntas, y las escucho conversar acerca de cual rostro será el que me toque. Mientras caen, aplano la lata de cerveza que bebí y la boto, con el cigarrillo apagado adentro, y las vuelvo a escuchar cuando caen, anunciando el resultado. Doy la espalda sin verlas, abro la puerta para salir de nuevo a la calle. Una última moneda, dando vueltas sobre sí misma, bailando como un trompo, emite el último veredicto.

Como si importara tanto.

2.
Viernes, 7:23 p.m.

Comienzo este blog cinco días antes de la quincena. Vacío mis bolsillos y enciendo un cigarrillo. Cuelgo las llaves, reviso los papeles arrugados, boto las facturas. Me quedan algunas monedas. Dentro de poco tendré 33 años, en una ciudad oscura, fuera de todo camino recto, casi a la mitad de la carrera de mi vida. Lanzo las monedas al aire, todas juntas, y las escucho conversar acerca de cual rostro será el que me toque. Mientras caen, abro la lata de cerveza y bebo, enciendo un cigarrillo que aspiro lento, y las vuelvo a escuchar cuando caen, anunciando el resultado. Volteo a verlas, aguanto la puerta antes de salir de nuevo a la calle. Una última moneda, dando vueltas sobre sí misma, bailando como un trompo, emite el último veredicto. La tomo, la muerdo y la lanzo nuevamente al aire mientras me marcho.

Ya conozco sus caminos.