jueves, 11 de junio de 2009

Viaje a la izquierda del mapa

Me levanto, espero que Simón se bañe, mientras hago a escondidas unos sándwiches y guardo unas cervezas. Me baño yo, me visto y espero que se marche. Tomo un morral lleno de ropa, un libro de Robert Lowell y las llaves. Cierro las ventanas, abro y llamo al ascensor. Tranco la puerta y bajo los diez pisos. En la entrada del edificio, rompo el vidrio del Mustang que vi estacionarse anoche, entro y lo enciendo (nadie me ha visto, nadie me culpará a mí). Arranco. Pongo el Ipod: Bob Dylan. Tomaré la autopista Caracas-Valencia, entroncaré con la José Antonio Páez y llegaré después de mediodía a Barinas (a la altura de Maracay, ya habré botado el celular). De ahí, la dimensión desconocida. Seguiré rodando (pondré gasolina cerca de Acarigua), no me detendré a comer (no tendré hambre), y pasaré por cien pueblos, cien policías acostados por casi cinco horas, cigarrillo tras cigarrillo y tema tras tema de Dylan. Entrando a San Cristóbal veré un perro muerto como siempre (antes vi dos, saliendo de Caracas y cerca de Barinas, sin contar los campos de caña, las vacas que se repiten y el monte ardiendo). Entraré a Caneyes de madrugada, le daré las llaves del carro a mi hermana, llegada de rumbear e iré al baño a lavarme las manos y la cara. Los otros se levantarán más tarde. Comeré los sándwiches con Natalie (ella me pedirá el carro para más tarde, ¿por qué está roto el vidrio?) y afuera, en el patio, veré el paisaje de la ciudad en la luz de la mañana, serena, tomando su forma clara, que se vuelve luz primera de mi insomnio y mi heredad. De una manera rara, dilatando la mirada, al fondo de esa ciudad encontraré, de manera cierta, un último mar, mi regreso y, con el tiempo, esta estampa de febrero amarilla entre viejos papeles, unos temas de Dylan, virutas de cigarrillo y marcas de vidrio, distraídas, en un codo.
Voy saliendo, en el nombre de dios o algún demonio, voy rodando. Aunque no vuelva.

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