jueves, 3 de noviembre de 2011

Macbeth, Acto V, escena VIII


Entra MacDuff:
            Él no tiene hijos. Ese me cansé de repetirle a Ross ante el anuncio de la muerte de los míos. Eso me cansé de repetirle a Malcolm, ante sus increpaciones de venganza. ¿de quién podré vengarme, si la desgracia de Escocia no tiene hijos?, ¿cómo podré, desde lo alto de un acantilado o torre despeñar a su promogénito piedras abajo?
He llegado a casa, a mi viejo Castillo, luego de días de celebraciones en Inverness, por la coronación de Malcolm. Quién sabe si en verdad será un hombre lleno de lujuria y d eloas decenas de defectos que me recitó, según él, falsamente. ¿Y no anunciaban las lenguas hace dos noches que según dijeron las perversas hermanas, sería el hijo de Banquo Rey? Ah, las falsas ilusiones de los hombres. Hoy con corona, mañana sin cabezas sobre sus hombres.
Me traje unos cuantos cabellos de Macbeth, los arranqué de su cabeza minutos antes de cercernársela. Pienso sembrarlos en una maceta y esperar a que crezcan. Quizás si los siembres en el campo me darán sus hijos, y entonces, ¡y entonces!, despedazaré sus pequeños cuerpos hasta ver este dolor aplacarse.
Porque no hay desgracia mayor que volver a casa y que no te reciban tus hijos. Porque no hay mayor lamento que el silencio enorme dentro de esta casa, lleno de una ausencia que me señala y culpa, y que ni siquiera el suspirar del viento por sus ventanas logra hacerlo pasar.
Seca tus lágrimas MacDuff, calla ya, y siempre esos cabellos. Quedan largas lunas por ver en el cielo, antes de que algo pase. Quizás te puedas vengar antes de volverte loco de rabiar. Quizá hasta vuelva Donalbain con hijos desde Irlanda, herede el reino de Malcolm, y yo puedo mostrar en mis sonrisas todos los puñales de la venganza. Quien sabe.

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