sábado, 30 de abril de 2011

Gonzalo Rojas. Un recuerdo personal de los noventa

Los años noventa son años poco comentados ultimamente. Pareciera que a partir de las asonadas golpistas del 92, y luego la victoria de Hugo Chavez hacia finales de la década, todo se hubiera evaporado. Para 1990 yo tenía 14 años, es decir, es MI década, la de mi adolescencia alucinada, intensa, pero también muy fructífera. En esos años, vino el segundo gobierno de Caldera (que dios lo guarde en el infierno) y un evento de magnitudes escalofriantes: la quiebra y crisis de los bancos. Los ochenta tuvieron su viernes negro, la primera década del siglo XXI su paro petrolero, los noventeros tuvimos nuestros bancos hechos trizas. Para cuando tenía 18 años, entendí que vivía en un país casi extraterrestre. Los años en mi infancia en Jamaica me marcaron sólidamente, y volver a entender este zafarrancho, me costó mucho. Sobrevivimos. Y tuvimos con nosotros a R.E.M, a Nirvana, a Red Hot Chilli Pepers, el asomo de Radio Head. Con poco, soportamos. Los noventa fueron la confirmación para nuestros padres de que ahora sí, sí de verdad, el país se había jodido, tocado fondo, hecho pupú. El auge de los institutos Tecnológicos como salida para el estudio, en especial para los que tuvimos un bachillerato de pacotilla, se convirtió en una opción salvadora. Soy Técnico Superior Universitario en Administración Industrial. Hice una tesis sobre Estaciones de Gas Natural para vehículos. Tengo más todavía: mis hermanos también fueron TSU; el mayor continuó la senda del Turismo en Margarita, el menor rompió caminos como yo. Los noventa, para mí, fueron juventud católica, viajes cada 15 días a los Valles del Tuy a casa de mi padre, trabajar desde adolescente, ver a mi madre con dos trabajos, ver la llegada plena del DVD y recorrer la señal de Televen, a ver qué había. Grabar música de la radio en cassettes (la Radio vivió el gran momento de su historia en Venezuela), comprar, por fidelidad, acetatos de Heavy Metal en Don Disco, aprender a fumar, enamorarme furiosamente cada mes de una mujer distinta.

Pero también fue la profundización de la lectura en la biblioteca de mi padre. En Cúa, donde vivía papá, no había mucho que hacer. Con el tiempo, andar en bicicleta se convirtió en un fastidio, y mi prioridad fue leer en las noches y ver películas en VHS (todavía existía con plenitud) todo el día. 4 y 5 películas por día. Por eso, mi formación cinematográfica es por Beta Max y VHS, no por salas de Cine. Frecuenté mucho la literatura latinoamericana, buscando un lugar donde respirar. Lo encontré en los Periolibros, una iniciativa única del Grupo de Diarios de América y en la columnas de Ibsen Martínez y José Ignacio Cabrujas. Marcas de mi escritura las tomé de Paz (utilización de los dos puntos:), el punto y coma de Bioy (amargamente desaparecido en el siglo XXI), otros. En casa de Gaby Henríquez, una amiga, leí decenas de obras editadas por Salvat en una cartulina que dejaba mucho que desear. Pero eran muy buenas obras y su generosidad, inmensa. Sí, también fue época de Mario Benedetti, de Rayuela, de Pablo Milanés, de vez en cuando, pero ante todo, Joan Manuel Serrat.

En los noventa trabajé en la Cantv de Concresa y del Hatillo, y ganaba bien, y entonces pude empezar a comprarme cuanto libro existía. Quise ser poeta y ensayista, y Monte Ávila me brindó todo, a bajos precios, y de altísima calidad. Me hice asiduo a la librería del Ateneo, a Ludens y a la librería del FCE en Plaza Venezuela. Cobraba, pasaba por ahí, compraba un par de libros, seguía al Ateneo, compraba dos más, me metía en el cine, me tomaba una cerveza, de vuelta a casa. Cada quincena lo mismo. Entraba a todos los museos, los devoraba, regresaba a casa. Ser cajero de Cantv me permitía darle la mayor parte de mi sueldo a mi madre y darme los mayores gustos a mí mismo. Ser cajero. Cómo han cambiado las cosas. Con Simón, mi hermano menor, alquilaba películas cerca de casa (sí, se alquilaban) e íbamos a Don Disco y a AM Musical, en Chacaíto, a comprar cuanto acetato de Metallica, Iron Maiden,The Cure, el U2 de Rattle & Hum, etc, consiguiéramos.Los noventa fueron Soda Stéreo, claro que sí, y Fito, y Charlie. Y ese evento legendario que ha caído en el olvido y merece una crónica mayor: el Festival Iberoamericano de Rock, con sus miles de jubilados adolescentes hediondos a marihuana y perro mojado, pues llovió y llovió mucho. Una de las imágenes mayores de esa década para mi: ver a cientos y cientos de muchachos y muchachas bajar de los Naranjos y avanzar caminando por el Bulevar del Cafetal, con los ojos hinchados de felicidad, como solo de adolescentes podemos serlo.

Un día, mientras empezaba una licenciatura en Recursos Materiales y Financieros en la Universidad Simón Rodríguez, interpretaba todo lo que decía el profesor en términos literarios y me di cuenta que debía tomar una decisión. Decidí dejar el trabajo; presenté en la UCV para estudiar Letras.....y no quedé. Tenía 20 años y no sabía ahora qué carajo hacer.Pero había esperanzas.

Los noventa, fueron para muchos de nosotros la continuidad de una política cultural acertada. El año se dividía en el Festival Internacional de Teatro, la Feria del Libro en Plaza Venezuela, la Semana Internacional de la Poesía, los Festivales de Cine en el Ateneo y la Cinemateca. Había para todo el año, a bajos precios, gratis y con la oportunidad de poderlo pagar si ahorrabas un poco. Era feliz en los noventa, con sus desastres, era feliz. Fue en la Semana Internacional de la Poesía que conocí a Gonzalo Rojas. Cambié. Nunca he escuchado a alguien leer poesía como lo hacía ese viejito enano y chileno. El poder de su voz, que nacía de su condición de asmático, era impresionante. Hacía delirar a las mujeres. Casi le lanzaban pantaletas. Era un héroe. Recuerdo todo de sus apariciones en esa Semana. Su comentarios sobre Pablo de Rockha, Pablo Neruda, su célebre cuento de Huidobro recitando latín, sus años en Alemania Oriental, su amistad con Paz y Montejo. Rojas me enseñó a respirar al escribir, a no tenerlo miedo al intercambio de fluidos entre eso que llamamos alta cultura y baja cultura. Recuerdo una historia suya: estaba en Madrid en un recital y el lugar estaba lleno de Punks. Pero Punks serios. Casi ingleses. Lo idolatraban. Y eso viejito conversó, se llenó de risas, cantó con los Punks. No tenía miedo de los retos culturales, no se amilanaba por nada.

Los noventa fueron buenos años. Al final de la década, comenzó realmente nuestra debacle, quizá por eso no puedo dejar de pensar en ellos como los años de entreguerra europeos, versión criolla. Los ochenta y los noventa: la luminosa decadencia de un país.

A partir de Gonzalo Rojas, me dije, ahora sí, ahora sí, voy a ser el gran super poeta de la historia. Presenté en Letras otra vez y quedé. Puedo jurar que cuando vi la nota en la cartelera de la Facultad, escuché la Quinta de Beethoven. O la Novena. O las dos juntas. En fin, era Beethoven. Dejé el trabajo y empecé a trabajar en una Farmacia. Luego, fui librero en la Librería del Ateneo con Iván NIño, Juan Pablo Mojica, Federico Pérez, el gran Guillermo. Recuerdo haber visto a Cayayo comprando discos de Putumayo, a Salvador Garmendia presentando un libro con esa voz maravillosa, tanto, tanto, tanto. Seguía siendo feliz. El año que trabajé en el Ateneo, estudiando Letras, con menos de 25 años, fue mi París particular.

La muerte de ese hermoso viejo, me hace sentir que ese mundo ahora sí de verdad se clausuró. Hace años vendí decenas de mis libros de poesía en una crisis de escritura, pero siempre que lo releía compraba otro, y luego otro. Solamente Rojas me reconciliaba con el ritmo universal, con Eros, con la creatividad. Era como beber el mejor de los vinos. Lamento mucho su muerte, pues con él muere, ahora sí, toda una etapa mayor de mi vida.

La buscaré en sus poemas. La buscaré en el iluso intento de tratar de escribir cada vez mejor, bien por lo menos, y que Beethoven suene, siempre, cada vez.

Gonzalo Rojas vivió en Venezuela, en la Venezuela que este gobierno deplora y escupe. Una Venezuela democrática, llena de miles de defectos, pero en donde todos podían venir: toda la izquierda latinomericana pasó por aquí, tuvieron trabajo y casa, y amigos. También la derecha. Me gusta recordar que en los noventa todavía éramos gente.

Gonzalo Rojas se fue. Ya lo extraño tanto como a mi década. Adiós viejo. Gracias por enseñarme a mandar la Administración al carajo. Porque ahora soy profesor de Literatura, porque fui y soy librero, porque escribo. Gracias por tanto. Gracias.