lunes, 10 de agosto de 2009

Venecia desaparece, por Cathy Newman (National Geographic)

El mundo reclama para sí la hermosa ciudad que Thomas Mann llamó “mitad cuento de hadas y mitad trampa para turistas”.

En ninguna parte de Italia, donde la calamidad se adorna con ademanes rococó y está bordada con signos de admiración, hay una crisis más hermosamente enmarcada que en Venecia. Ni en la tierra ni en el agua, sino en un lugar intermedio, la ciudad se eleva como un espejismo desde una laguna en el Adriático. Por siglos ha amenazado con desaparecer bajo las olas del acqua alta, inundaciones habituales causadas por la complicidad de la subida de las mareas y cimientos que se hunden, pero ese es el menor de los problemas.

Basta preguntar al alcalde Massimo Cacciari, meditabundo y voluble profesor de historia que domina el alemán, el latín y el griego antiguo; traductor de Antígona, de Sófocles; hombre que eleva el nivel intelectual político hasta casi la estratosfera. Pregúntele sobre el acqua alta y el hundimiento de Venecia, y responderá: “Consiga entonces unas botas”.

Las botas son estupendas para el agua, pero inútiles contra la inundación que causa más angustia: la del turismo. Número de residentes venecianos en 2007: 60 000. Número de visitantes en 2007: 21 millones.

En mayo de 2008, por ejemplo, durante un fin de semana feriado, 80 000 turistas cayeron sobre la ciudad como langostas sobre los campos de Egipto. Los estacionamientos públicos de Mestre, parte de tierra firme donde las personas se estacionan y toman el autobús o el tren hacia el centro histórico, se llenaron y fueron cerrados. Quienes lograron llegar a Venecia avanzaron por las calles como bancos de sardinas, devorando pizza y gelato, dejando basura a su paso.

La Serenissima, como se conoce a Venecia, es todo menos serena. El mundo irrumpe en la exquisitamente labrada pila bautismal de la ciudad, con guía en mano y fantasías empacadas junto con un cepillo de dientes y zapatos resistentes. Y ¡zas! Los venecianos son desplazados. El turismo no es el único motivo de aceleración del éxodo, pero una cuestión se cierne como bruma: ¿quién será el último veneciano que quede?

“Venecia es una ciudad tan hermosa”, dice el director de una fundación cultural. Desde su ventana puede verse la cuenca de San Marcos, con su interminable flotilla de lanchas motoras, góndolas y autobuses acuáticos llamados vaporetti, y más allá de la Plaza de San Marcos, epicentro del turismo veneciano. “En realidad es un teatro enorme. Si tiene dinero puede rentar un apartamento en un palazzo del siglo XVII con sirvientes y fingir que es aristócrata”.

Por favor tomen sus asientos. En esta pieza, Venecia asume un papel doble. Por un lado, la ciudad donde viven personas; por el otro, la ciudad que visitan los turistas. La iluminación, los decorados y los trajes son tan hermosos que duele el corazón, pero la trama es muy confusa; el final, incierto. Una cosa es segura: todo mundo está locamente enamorado de la protagonista.

“La belleza es difícil”, dice el alcalde Cacciari, y suena como si se dirigiera a un seminario de posgrado en estética, más que respondiendo una pregunta sobre políticas municipales. Citó a Ezra Pound (el poeta estadounidense enterrado en Venecia) con el verso que Aubrey Beardsley escribió a William Butler Yeats, especie de juego literario de teléfono descompuesto. Pero lo indirecto es tan veneciano como las curvas del Gran Canal.

Cacciari, cuya reputación de arrogancia compite con la de elocuencia, parecía estar de un humor tan negro como su cabellera.

El día anterior, un diluvio había inundado Mestre. La lluvia causó la inundación, no el acqua alta, dijo Cacciari en su oficina. “El MOSE [las barreras contra inundaciones en construcción] no habría ayudado. La marea alta no resulta un problema para mí. Sino para ustedes, los extranjeros”. Fin del intercambio de ideas sobre inundaciones.

No, insistió, los problemas están en otra parte. El costo de mantener Venecia: “No hay dinero suficiente del Estado para cubrirlo todo: limpieza de canales, restauración de edificios, creación de fundaciones. Muy caro”. El precio de la vida: “Es tres veces más costoso vivir aquí que en Mogliano, a 20 kilómetros de distancia. Sólo es asequible para los ricos o ancianos que ya poseen casas porque las han heredado. ¿Los jóvenes? Está fuera de su alcance”.

Por último, está el turismo. Sobre eso, Cacciari “el filósofo” dijo lo siguiente: “Venecia no es un lugar sentimental de luna de miel. Es un lugar contundente, contradictorio, abrumador. No es una ciudad para turistas. No puede reducirse a una tarjeta postal”.

“¿La cerraría usted a los turistas?”, pregunté.

“Sí. Cerraría Venecia o, quizá –reflexiona–, aplicaría un pequeño examen de admisión y una pequeña cuota”. Se veía desconcertado. Añádase una pequeña cuota a los precios ridículamente caros. Los turistas pagan 10 dólares por subirse a un vaporetto, 13 por un refresco en el Caffè Florian, 40 por una máscara de plástico para el carnaval, tal vez hecha en China.

O puede comprar un palazzo. “Las mejores propiedades están en el Gran Canal”, afirma Eugenio Scola cuando estamos sentados en su oficina de bienes raíces, con paneles de nogal, que domina la Plaza de San Marcos. Llevaba un saco negro hermosamente confeccionado, una camisa blanca de algodón, pantalones de mezclilla, cinturón de cocodrilo y mocasines negros con el lustre de ternero pulido. Durante años, los compradores eran estadounidenses, británicos y otros europeos, me explica Scola. “Pero ahora vemos rusos. También chinos”.

Entre sus ofertas había un apartamento restaurado de tres habitaciones sobre el piano nobile, o planta principal, de un pequeño palacio del siglo XVIII. “Molto bello”, afirma Scola sacando los planos. Tenía un estudio, una biblioteca, salón de música, dos salas de estar, una habitación pequeña para el servicio doméstico y una excelente vista por tres lados. Sólo nueve millones de euros. Si lo prefería, había un palazzo entero: el Nani, de 5 600 metros cuadrados, que se ofrecía con permiso para darle otro uso. “Probablemente se convertirá en hotel”, dice Scola.

Cuando le pregunté por algo más asequible, me llevó el día siguiente a ver un estudio claustrofóbico de 36 metros cuadrados, pero sólo costaba 260 000 euros. Alguien lo compraría como inversión o segunda residencia, pero tal vez no lo haría un veneciano.

Si usted es veneciano y no forma parte de lo que Henry James llamó el “espectáculo para mirones venido a menos” de la Venecia turística, si es un residente que vive en un departamento de una quinta planta sin elevador (los elevadores son escasos aquí), alguien que se levanta, va a trabajar, vuelve a casa, Venecia es un lugar completamente distinto. Lo anormal es normal. Una inundación es rutinaria. La sirena suena, bajan las puertas protectoras de acero. Se calzan las botas, esenciales para cualquier guardarropa veneciano. Se montan los cuatro kilómetros de pasarelas: tablones elevados sostenidos por patas metálicas. La vida continúa.

Aquí, donde todo lo que cualquiera necesita para vivir y morir debe transportarse en barco, sobre puentes y subirse difícilmente por escaleras, el tiempo se mide por la amplitud de las mareas; el espacio está delimitado por el agua. Las matemáticas de la distancia, un conteo de los pasos y los horarios de los botes resultan instintivos para todo veneciano.

Cuando Silvia Zanon va a Campo San Provolo, donde enseña en la secundaria, sabe que le llevará 23 minutos caminar desde su departamento en Calle delle Carrozze. Sale a las 7:35 a.m. Memi, propietario de una trattoria de barrio, sentado a la mesa leyendo el periódico, levanta la mirada y asiente con la cabeza. El joven que recoge desperdicios para la barcaza de la basura masculla un saludo. Dobla hacia el Campiello dei Morti y pasa frente a un muro cubierto por una tela con una rosa blanca que asciende; un puente, dos plazas, otra vuelta a la izquierda frente a un antiguo cine, hoy un restaurante de moda, y avanza hacia la Frezzeria. Más adelante están el Museo Correr y algunas señoras de la limpieza sobre sus manos y rodillas con cubos y cepillos. Atraviesa la Plaza de San Marcos, felizmente vacía temprano por la mañana. “Piso los adoquines y me enamoro de nuevo de la ciudad”, afirma. Otro puente, un paso enérgico por el Campo San Filippo e Giacomo, y llega. Son exactamente las 7:58.

Escuche. Venecia debe escucharse tanto como mirarse. Por la noche el ojo no se distrae con el resplandor de sus domos dorados. El oído puede discernir el golpe de los postigos de madera que se cierran, los talones que golpean hacia arriba y hacia abajo los escalones de piedra de los puentes, el dramatismo abreviado de las conversaciones susurradas, el golpear contra el malecón de las olas creadas por los botes, el ruido entrecortado de la lluvia que cae sobre los toldos de lona, y siempre, siempre, el pesado y triste sonido de las campanas. Sobre todo, el sonido de Venecia es la ausencia del ruido de automóviles.

A menudo Franco Filippi, propietario de una librería y escritor, no puede dormir, por lo que se levanta y se abre camino por el laberinto de calles, linterna en mano, deteniéndose de vez en cuando para proyectar un haz de luz sobre las fachadas de estuco y piedra hasta que halla un disco de piedra tallada, llamado pátera, que representa a alguna bestia fantástica que se desliza, merodea o vuela. Es entonces, cuando la ciudad duerme y él está absorto en la contemplación de una piedra de toque de su pasado, que recupera su Venecia de las multitudes que llenan calles, plazas y canales durante el día.

Gherardo Ortalli, profesor de historia medieval, encuentra su sendero menos poético. “Cuando voy a la plaza con mis amigos, debo detenerme porque alguien nos fotografía como si fuéramos aborígenes –dice–. Quizá algún día lo seremos. Vaya y mire un letrero sobre una jaula. ‘Alimente a los venecianos’. Cuando llegué, hace 30 años, la población era de 120 000 habitantes. Ahora es de menos de 60 000”.

El descenso parece inexorable. El año pasado, la población residente se redujo en 444 personas. Ortalli piensa que Venecia terminará como un mero parque temático para ricos, que llegarán en jet para pasar un par de días en su palazzo y se irán. Son las 10 a.m.; se dirige hacia un quiosco del Campo Santa Margherita para comprar un diario antes de ir a su oficina, aunque apenas si puede uno hallar un periódico entre la profusión de baratijas kitsch para turistas: máscaras miniatura, prendedores en forma de góndolas, gorras de bufón de fieltro.

Conozcamos al funcionario a cargo de la solemne obligación de administrar el desgaste causado por el turismo. Se llama Augusto Salvadori, y su tarjeta lo presenta como:

Director de turismo
Promoción de la tradición,
historia y cultura de Venecia
Protección del decoro
y la limpieza de la ciudad
Prevención del desgaste causado por las olas
Señalización de las calles

Amor no es una palabra demasiado fuerte, de hecho, resulta insuficiente para describir lo que Salvadori siente por Venecia. No sólo es el director de turismo y promotor de la tradición de la ciudad: es su defensor. Si Salvadori pudiera ordenarlo, de todos los balcones colgarían geranios (con ello en mente, distribuyó 3 000 plantas). En una ocasión, cuando cenaba en un restaurante junto a un canal, se inclinó sobre una mesa para reprender a un gondolero por cantar “O sole mio”, canción napolitana, no veneciana.

“El turismo consume la ciudad –afirma Salvadori, sentado en su oficina del Palazzo Contarini Mocenigo, construido en el siglo XVI–. ¿Qué reciben a cambio los venecianos? –frunce el ceño–. Los servicios están bajo presión. Durante parte del año los venecianos no pueden abrirse paso para subir al transporte público. Aumenta el costo de la recolección de basura; lo mismo sucede con el de la vida”. Una ley de 1999 que facilitaba la conversión de edificios residenciales en alojamientos para turistas empeoró la escasez de vivienda. Mientras, el número de hoteles y casas de huéspedes ha aumentado 600 % a partir de ese año.

“Quizá para ayudar –menciona Salvadori–, aplicaremos un impuesto a hoteles y restaurantes. Dicen que los turistas no vendrán, pero yo digo, ¿los turistas no vendrán por unos cuantos euros? –lanza una mirada iracunda–. No puedo preocuparme por los hoteles. Tengo que pensar en los venecianos. Mi batalla es por la ciudad. Porque Venecia –su voz se vuelve más dulce, se toca el pecho– es mi corazón”.

El turismo ha sido parte del paisaje veneciano desde el siglo XIV, cuando los peregrinos se detenían ahí, en ruta hacia Tierra Santa. Con la Reforma en el siglo XVI, se rezagó, pero recobró impulso en el XVII cuando europeos de clase alta, resueltos a adquirir el fino lustre de la experiencia cultural, se embarcaban en un “grand tour”.

¿Qué es tan distinto entonces respecto del turismo actual?, le pregunto a Ortalli. “Sí, había un grand tour –responde–, pero entonces las personas estaban interesadas en la hospitalidad. Ahora Venecia recibe cruceros gigantes. El barco tiene 10 pisos de altura. No se puede entender a Venecia desde un décimo piso. Bien podría estar en un helicóptero. Pero no es importante. Llega a Venecia, escribe una tarjeta postal y recuerda la maravillosa tarde que pasaste”.

La enfermedad es crónica. La infección data, a decir de la historiadora del arte Margaret Plant, de los años ochenta del siglo XIX, cuando la ciudad “se convirtió en un fetiche y volvió su rostro resueltamente hacia el pasado. En ese momento, la reservada Venecia se convirtió en una ciudad producto, un paquete de lo pintoresco. Sus propios ciudadanos se volvieron de segunda”.

El contagio se trasmina hacia las calles, sube puentes y atraviesa la plaza. “Ahí se pierde otro trozo de Venecia”, afirma con tristeza Silvia Zanon, la maestra, cuando La Camiceria San Marco, almacén de ropa cercano a San Marcos durante 60 años, tuvo que mudarse a un lugar más pequeño y menos cotizado porque el alquiler se había triplicado. El almacén, intrínsecamente veneciano, confeccionaba piyamas para el duque de Windsor y camisas para Ernest Hemingway. “Es como abandonar la casa en que naciste”, señala Susanna Cestari, quien había trabajado allí 32 años, mientras empaca para la mudanza.

En agosto de 2007 cerró Molin Giocattoli, almacén de juguetes tan popular que un puente contiguo fue llamado el Puente de los Juguetes. Desde diciembre de 2007 han quebrado 10 ferreterías. En el mercado del Rialto, los vendedores de recuerdos han sustituido a los vendedores ambulantes de salchichas, pan u hortalizas. Los turistas no lo advertirán. No visitan Venecia para comprar una berenjena.

Sin embargo, sí para casarse. La maquinaria turística ha incorporado las bodas, 720 en 2007. De manera previsible, el número de no residentes que contrajeron matrimonio en Venecia ese año fue mayor al de residentes, en una proporción de casi tres a uno. Si desearas casarte, la oficina de matrimonios de Venecia estará dispuesta a hacerte el favor por 2 400 dólares entre semana. Los fines de semana por 5 500. ¿Desearía la feliz pareja que se transmita la ceremonia por Internet? Ciento noventa dólares, si fueran tan amables.

Durante el carnaval los venecianos sensatos salen de la ciudad.

Algo que los lugareños no han abandonado es su cinismo. Cuando concluya el éxodo, si la ciudad termina siendo apenas una exquisita bombonera dorada, “¿quién será el último veneciano que quede?”, se le preguntó a una mujer cuya familia abarca varias generaciones. “No lo sé –respondió–, pero seguramente el último veneciano querrá que le paguen por serlo”.

Planes para la salvación de la ciudad aparecen y desaparecen como las mareas, pero las apuestas no podrían ser más altas: el turismo genera al año 2 000 millones de dólares, y es quizá un cálculo inferior al real, porque muchas de las transacciones comerciales no se registran. Es, de acuerdo con el Centro Internacional de Estudios sobre la Economía del Turismo de Venecia, “el corazón y el alma de la economía veneciana: bueno y malo”.

Algunas personas sugieren que las heridas de Venecia son autoinfligidas: las secuelas del impulso dirigido a exprimir el último euro, yen y dólar del turismo. “No quieren turistas –observa un antiguo residente–, pero sí su dinero. Los turistas estadounidenses son los mejores. Gastan dinero. Los de Europa central traen consigo su propia comida y agua. Quizá compren una gondolita de plástico”.

Se habla, siempre se habla (esto es Italia) de limitar el número de turistas, de aplicarles impuestos, de implorarles que eviten las temporadas altas de la Pascua y el carnaval, pero el turismo (entrelazado con la pérdida de población residente, más el poder de los hoteleros, gondoleros y conductores de taxis acuáticos que tienen interés por maximizar la afluencia de visitantes) desafía las soluciones simples.

“Le recuerdo, la pérdida de población… no es sólo un problema en Venecia, sino en todas las ciudades históricas, no sólo en Italia –advierte el alcalde Cacciari–. El llamado éxodo, que se remonta a hace mucho tiempo, está profundamente arraigado en la cuestión del alojamiento”.

La redención podría estar fuera de alcance. “Es demasiado tarde –dice Gherardo Ortalli, el historiador–. Nínive está acabada. Babilonia está acabada. Venecia permanecerá. Esto es, las piedras permanecerán. Las personas no”. Sin embargo, por ahora aún hay vida y muerte en Venecia. Franco Filippi camina en la noche en busca de tallas sobre los muros erosionados por los elementos. Silvia Zanon sale a la escuela, cruza San Marcos sólo para enamorarse de la ciudad de nuevo y, suponiendo que sea temporada, aún podrá usted comparar una berenjena.

“Venecia puede morir –insiste Cacciari–. Pero nunca se convertirá en un museo. Nunca”.

Deslizarse desde las aguas verde pizarra de la laguna frente a San Giorgio Maggiore hacia la cuenca de San Marcos, acercarse al Palacio del Duque con su tracería de arcos y columnas, mirarlo como los duques debieron mirarlo, es observar que la belleza, difícil y magullada, sobrevive.

Así sucede con los amores. ¿Qué es Venecia –tan seductora, tan letalmente atractiva–, sino el escenario más sublime para el gorjeo del corazón?

Por ejemplo, un día de otoño no hace mucho, dos niños de 12 y 13 años, de Grosseto, ciudad toscana, se escaparon. Sus padres no aprobaban su amor, así que ahorraron su mesada y la gastaron en un tren a Venecia. Caminaron por las calles adoquinadas y se entretuvieron en los puentes que forman bóvedas sobre los canales. Se acercaba la noche y con ella la necesidad de un lugar donde quedarse. Llegaron al Hotel Zecchini, una modesta casa de huéspedes. El encargado escuchó una vocecita, levantó la mirada, no vio nada, se recargó sobre el escritorio y vio los rostros infantiles. Escéptico sobre su relato acerca de una tía que llegaría pronto, los interrogó con delicadeza, los escuchó y llamó a los carabinieri.

“Tanta inocencia y ternura. Sólo querían estar juntos”, mencionó Elisa Semenzato, gerente del hotel. Cuando llegaron los carabinieri, los llevaron a recorrer la ciudad en su bote, luego al cuartel ubicado en un antiguo convento y los metieron a la cama en habitaciones muy separadas. Al día siguiente les sirvieron una comida de tres tiempos en un salón que da a un patio del siglo XV.

El amor triunfa; la realidad importuna. Los padres, menos que encantados con la narración de Romeo y Julieta, llegaron esa tarde para llevar a sus hijos a Grosseto, lejos de la suave aflicción del primer amor y de la dorada belleza veneciana.

Los besos acaban. Los sueños se desvanecen y algunas veces las ciudades también. Añoramos el final perfecto, pero el telón cae junto con nuestros corazones.

La belleza es tan difícil.

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