sábado, 13 de junio de 2009

Venezia, la Serennisima. De Pepita Pastel. Noviembre 2008

Huele a mar. Desde que se abren las puertas corredizas, la sal excita las pupilas. Poco se vislumbra a esa hora bien adentrada la noche. Todavía falta caminar un largo trecho con las maletas a cuesta. La expectativa desvanece la fatiga. Comienza el regateo y el no saber qué servicio de transporte tomar. Mimadas, optamos por dirigirnos al hotel en veinte minutos, en taxi, en lancha, muelle a muelle. El frío viento otoñal bajo un cielo estrellado, antecede la visión de las luces flotando sobre el mar. Hemos llegado a un lugar de otro tempo, detenido en el tiempo. Una ciudad tan rica en sensaciones como el constante movimiento del elemento que la compone: el agua. Hemos llegado a la Serenissima.

Hospedarse en la isla de la Giudecca es poder contemplar Venecia extendida sobre el mar cada mañana. Es sentir que estás –ahí- en un lugar que parece una maravilla irreal y contiene la realidad cotidiana del hombre que desde temprano bebe en el bar con sus amigos proseco en vez de tomar café, mientras la mujer entra a comprar su billete diario de lotería. Es contemplar muy cerca la majestuosidad de sus edificaciones y estar lejos de su algarabía turística. Es mirar con avidez y distancia una visión atrayente desde la isla larga, única interrupción que le cierra a la ciudad el horizonte abierto y perdido hacia la laguna. Es disfrutar de sonidos que se reducen a las olas rompiendo contra el muelle, al ruido atenuado por el agua de los barcos deslizándose, al chillido de las gaviotas y al repique emocionado de las campanas saludándose de un extremo al otro, hora tras hora.

Amanecimos el día de la semana cuando más doblan las campanas, un domingo. Buen día para despertar en una ciudad que, si de alguna manera es trazable una visita, es a través de sus iglesias que compiten en belleza con sus palacios.

-Hoy fui a misa, tres veces –le subrayó Cristina a su mamá.

Primero visitamos la iglesia de Redentore. Luego tomamos el vaporetto hasta Zattere a la Chiesa dei Gesuati del rosario para terminar en la Chiesa Gloriosa dei Frari.

Dice, Philippe Sollers en su Diccionaire amoureux de Venise, en su visión de un enamorado de Venecia: “El término redentor puede aplicarse a Palladio.” Su iglesia Redentore se erige en el muelle de la Giudecca justo en el ángulo preciso para que sea admirada por todos, por las naves que atraviesan el canal y desde las demás orillas; para que nuestra vista se pasee sobre un templo con las formas de un tiempo renacido, el de la Grecia antigua resucitado para siempre a través del Renacimiento. Fieles a los orígenes de esta iglesia en 1576, una promesa al redentor por poner fin a la peste, nosotras prendimos una primera vela: la de agradecimiento.

Al revés en el tiempo dejamos. la otra gran iglesia de Palladio, San Giorgio Maggiore ejecutada antes que Redentore, para el último día del viaje. El primero, preferimos dirigirnos al sur, a la otra orilla llamada Fondamenta delle Zattere. El nombre obedece a que ahí descargaba toda la madera, los troncos que descendían por flotación (zattera) llevados por la corriente del Piave desde los bosques de Cadore hasta Venecia. Visitamos la iglesia de la orden de los Gisuati (que no son los jesuitas), dedicada al servicio de los hospitales. Estos fueron suspendidos en 1668 por “causa de conducta inmoral” y la iglesia pasó a los dominicos. En este espacio flotan como ángeles por los techos las pinceladas de Giambattista Tiepolo (1696-1770). Otro cielo. Otra visión que agradecer. Otra vela.

Esa mañana, a lo largo del muelle que va desde la Estación Marítima hasta la Aduana en el otro extremo, antes que la punta doble hacia la iglesia de Santa Maria della Salute, vimos pasar enérgicos corredores por pasarelas improvisadas con tablones de madera sobre los escalones de los puentes. Extraña visión en esta ciudad. ¿Un maratón la hace más real?, me pregunté. Ya Cristina había soltado su primera exclamación: ¡Venecia parece de mentira! Es más bien una ciudad de cuentos de hadas, un encantamiento, una maravilla. O, como le escuché a uno de mis escritores favoritos: “Es una ciudad que nació disfrazada, no le hace falta el Carnaval.” Concluyo que la falseamos nosotros, los extranjeros del siglo xxi. Como al puente de los suspiros que encontramos recubierto con una enorme publicidad: “Il cielo dei suspiri: un automóvil Lancia”. Pero no quiero desviarme, perderme, que es lo más delicioso y a la vez puede ser lo más frustrante en Venecia. Siempre hay algún rincón que dejas pasar. Aún estamos en Dorsoduro. No nos detuvimos en la chiesa de San Trovaso porque le pasamos por detrás. Continuamos entre calles desconocidas que se tuercen y retuercen. Sin embargo, en algún momento, así como uno puede sentirse extraviado en un laberinto interior, la estrechez que aprieta acaba en la reconfortante visión de un espacio abierto que te acoge. Sucede de forma inesperada, al fondo de una oscura y angosta callejuela aparece de improviso: un campo. Surge una plaza dominada -la mayoría de las veces- por una de las tantas casas de Dios (el mayor terrateniente de la ciudad) con la promesa de un paraíso que es estar -ser- con –en- Él. En este caso, nos recibe –gloriosa- Santa Maria dei Frari, la más grande iglesia franciscana. De ladrillo con ornamentos de mármol blanco que data del siglo xv; pero, cuyos trabajos comenzaron desde ¡1250! Demasiados años para dejar que nos detuvieran en la entrada sólo porque se oficiaba la misa. ¿Otra más?, preguntó Cristina con los ojos, mientras yo me dirigía -con mi mejor cara de pecadora arrepentida- a la señora apostada en la puerta para espantar al turistero: Noi andiamo alla messa. Atravesando un inmenso volumen llegamos a la Asunción roja de Tiziano que cubre el altar mayor. En esta iglesia quiso ser enterrado el pintor, también Canova bajo una pirámide neoclásica de mármol algo ostentosa para un escultor de tanta poesía, y, reposa Monteverdi -per saecula saeculorum- en una capilla a la izquierda del altar mayor. Salimos de puntillas justo antes de la comunión. Prendimos una tercera vela, ante la virgen, en silencio.

El propósito del día –además de ir a misa- fue visitar la Scuola Grande de San Rocco. Podría llamarse la iglesia de Tintoretto. El interior está constituido por dos grandes salas y otra pequeña en el primer piso llamada Sala dell’Albergo. Las paredes y los techos del piso superior están totalmente recubiertas por los lienzos de Tintoretto (1518-1594). Su arte es del genio de un dramaturgo que escenifica el espacio. Entre todas las imágenes, la de dos mujeres buscando el vientre la una de la otra, la virgen María y Santa Isabel en la Visitación, me golpea. Y, la Crucifixión desplegada en la “salita” dell’ Albergo me deja sin aliento. ¿Oprime –culpándome- o alberga –redimiéndome-?

Saciamos el hambre de respuestas con algún panini en el campo San Polo. Y, terminamos la tarde sentadas, Cristina leyendo, y yo dibujando mientras bebía spritz con Aperol en -el que designamos uno de nuestros campi favoritos- el Santa Margherita. Por primera vez, me percaté de que los bancos de madera de la ciudad son rojos. Buen color, para un lugar definido por el agua verdosa y los cielos de un azul que, por alguna fantasiosa razón, pienso sólo se aprecia en Italia. Debe ser la suavidad del país, la melodía del idioma, la douceur italienne por la que suspiran los franceses. Una lentitud, una frescura, unos niños que corretean ligeros rodeados de piedras que sostienen el peso de la historia, de ser los primeros, los grandes maestros hacedores de belleza. Inventores de la perspectiva que lastimosamente no domino. Mis dibujos lo atestiguan, así como mis escritos; tengo problemas –serios- con la perspectiva real y los puntos de fuga. Evasiva, escapista, en una fuga veneziana mientras los mercados caen y el mundo financiero sacude con fuerza sus cimientos derrumbando sus fachadas, me asaltan los recuerdos de dos fantasmas –uno de ellos mi padre- sin poder yo cambiar de piel y anclarme junto a otro pilote, unida, como se erigen fuera del agua los gruesos troncos de madera, altos, amarrados en sus puntas para darse más soporte ante el vaivén del oleaje. Ante la confusión del espíritu, la solución es resarcir el cuerpo, aplicar el “gozar que el mundo se va a acabar”. Esa noche comimos unos moscardini (pulpitos) en salsa de proseco, una anguila a la plancha –buonissima- y una mousse de cioccolato di Perugia. Regresamos al hotel por el camino más largo, atravesando todo el Gran Canal con sus elegantes palazzos erguidos de un lado y del otro, dimos toda la vuelta pasando bajo Rialto, por el Tronchetto -minúsculas ante los inmensos barcos de crucero atracados-, hasta llegar de vuelta a Zitelle en la Giudecca. La cama continuó meciéndose –arrullándonos- hasta quedarnos dormidas.

Al día siguiente, ya era hora de visitar al gran personaje de Venecia, a San Marco, de atravesar la piazza llena de palomas y turistas. Había demasiada fila para entrar a la basílica y al palazzo Ducale. Regresaríamos otro día. Al menos, vimos al simbólico león alado del evangelista y de la ciudad, recibiendo desde lo alto a todos los visitantes que llegan por mar. Nos abrimos paso entre la gente y los tarantines, por la Riva degli Schiavoni, y suspiramos –agraviadas- ante el puente enmascarado con un antifaz de gigantografía publicitaria de automóvil, ¡en una ciudad sin carros! Intentando, una tras otra las calles, creo haber encontrado el local que hace cinco años fuera de Sara, quien me vendió el lampadario. Ella no lo sabe, pero al menos yo la inmortalicé en mi memoria en algún escrito. Reconocí el local, en el que ahora venden ropa, separado en dos espacios contiguos por un pórtico de madera. Sentí nostalgia por aquel viaje tan inconsciente y apasionado. Visitamos la chiesa de San Zaccaria en un campo algo cerrado, no muy lejos del agua. Entre puentes y callejuelas, Cristina prefería tener destino cierto, yo caminaba sin plano ni rumbo. “Necesito tener propósito”, dijo. Yo le expliqué lo que significa flâner. Así, llegamos hasta el campo Santa Maria Formosa, con otra iglesia más, y no muy lejos de ahí a la basílica de San Giovanni e Paolo en la plaza donde está el hospital que lleva el mismo nombre (de sólo entrar al espacio, uno comienza a sanar). Sobre alguna pared leímos un graffiti que decía: “ + CASE – CHIESE” , ¡más casas, menos iglesias! Ambas reímos. Almorzamos un tonno affumato bajo las hojas ya marrones y amarrillas de un árbol trepador, en un restaurante que debe llenarse en verano, mas durante esta estación otoñal, además de nosotras, apenas recibía a dos mesas de comensales italianos. Fuimos atendidas por un camarero veneciano de ojos azules, barrigón, de pelo blanco, de esos que dominan con gracia su oficio, hablan tres o cuatro idiomas, sueñan con un restaurante propio en algún país como Argentina, se van durante el invierno a trabajar a Cancún y vuelven siempre a su ciudad, como la paloma que –mientras comíamos- revoloteaba entre las ramas y el techo de lona queriendo salir al cielo abierto sin poder hacerlo, atada a su lugar en el mundo.
Nos dirigimos hacia la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni. Quise mostrarle a Cristina a San Jorge y el dragón, los cuadros de Carpaccio (1460-1525), un gran pintor, excelente narrador. Los lienzos que le dan vuelta al espacio como una cenefa apaisada cuentan la historia de los tres santos dálmatas San Jorge, San Jerónimo y San Trifone. El joven caballero rubio, enfrentando con su lanza al dragón, es difícil de olvidar.
Esa tarde Cristina regresó al hotel para mandar por primera vez un cuento a un concurso de una revista narrativa. Yo retomé el camino hacia el campo de San Giovanni e Paolo con su estatua ecuestre del condottiere Colleone para escuchar en la basílica un concierto de música sacra interpretada por la coral de un colegio de jóvenes ingleses. Naturalmente, me perdí. Me detuve a preguntarle a una mujer que cuidaba niños jugando en el campo Maria Formosa. Comprendí que la mujer no era local pues se dirigió a una niña de unos siete años que –cerciorándose primero cuál era su mano derecha y cuál su izquierda- levantó sus lindos ojos azurri y me indicó el camino. Como siempre, en un sin fin de: una destra, doppo sinistra, fa il ponto, doppo un altro ponto… Encontré la iglesia de ladrillo que, como la de Frari, es un ejemplo de gótico sagrado camino al renacimiento. Lo más hermoso dentro de ella: las obras de Bellini y, en la capilla del Rosario, las telas de Veronese hacen llorar.
Esa noche descubrí la librería Miracoli ubicada en el muy íntimo campo Santa Maria Nova. Lleva el nombre de una joya marmolada, encajada, constreñida, en el espacio rectangular que hace ángulo con el campo y el canal, la chiesa de Santa Maria dei Miracoli, construida entre 1481 y 1489 por el arquitecto Pietro Lombardo. Es una iglesia pequeña de una sola nave totalmente revestida en mármoles policromados. Elevado del suelo, el presbiterio ocupa todo el ábside al que se le accede por una amplia escalinata que culmina en el altar adornado por la imagen de una hermosa virgen con fondo rojo. Un deseo: arrodillarme frente a ella, con humildad y agradecimiento, por el miracolo de un encuentro verdadero -apasionado- rosso.

En días de sol otoñal no apetece encerrarse en un museo, por lo que continuamos deambulando entre iglesias. De nuevo, no muy lejos de la estación marítima detrás de la fondamenta delle Zattere, está la chiesa de San Sebastiano. Bien podría llamarse la iglesia de Veronese, quien pasó desde 1555 hasta 1565 pintando en y para ella. Desde el techo de la sacristía con la coronación de la Virgen rodeada por los cuatro evangelistas, la Anunciación y las escenas de la vida de San Sebastián en la capilla principal. El poder de su arte exalta todos los espacios, y, finalmente, al pie del órgano -magistralmente decorado por él mismo treinta años antes- reposan los vestigios de su cuerpo. Entre pinceladas y música ¿cómo se puede descansar mejor?
Proseguimos en nuestro andar hasta alcanzar una de los edificios de la universidad de arquitectura de Venecia, detrás de la iglesia de Santa Teresa. A medida que nos alejamos de la zonas más visitadas por los turistas, se vacían las estrechas calles, el tiempo se vuelve más lento y la visión se impregna de sabor local.
La tranquilidad duró poco, nos devolvimos hacia el campo San Polo camino al Ponte Rialto, donde pulula el comercio, muy cerca del Mercado de pescado. No faltó una compra que hiciera Cristina mientras yo no veia el momento de alejarme del gentío. “Tu n’aimes pas les foules” –aseveró. “Sí, detesto las hordas y las aglomeraciones. Vámonos” –repliqué. Atravesamos buscando el Ca’d’Oro. Al menos, algún palazzo debíamos comenzar a visitar, escogí éste, un fruto del gótico florido oriental. De fachada asimétrica, mármol y decorados policromados. En el siglo xv Venecia fue una fiesta de color. De las obras en el interior, la más impactantes un San Sebastián de Mantenga. Subimos al segundo piso, y tomé las mejores fotos de Cristina, medio cuerpo asomado hacia el Gran Canal por encima de la balaustrada. Llegaron a regañarnos.
Había comenzado a llover, nos tocó tomar una góndola de esas que hacen el “lleva y trae” de un lado al otro del Gran Canal. Después de tambalearnos en la barca bajo la lluvia en el –brevísimo- Traghetto Santa Sofia, llegamos a tiempo para disfrutar música de Vivaldi y Scarlatti en la casa de Goldoni. Fue un concierto íntimo bajo un gigantesco y hermoso lampadario de Murano.

Cuando amanece el cielo gris es perfecto para visitar l’Accademia. Iluminarse. Si Venecia es un tesoro flotante, ese lugar es un cofre. Ahí descubrí por primera vez hace años a Giovanni Bellini y sus vírgenes con niño, sus ángeles, su meditación sagrada y silenciosa. Sin embargo, durante este otoño la mayoría de los cuadros habían salido en préstamo para un exposición en Roma; ¡cómo si hiciera falta otra excusa para regresar a Venecia! Pudimos apreciar el célebre cuadro de la “Tempestad” de Giorgione, que más bien trasmite la calma de la Serenissima. Una mujer amanta a un niño en medio de la naturaleza, un joven varón la observa del otro lado de un riachuelo, en el fondo vuela un pequeño pájaro, amenaza –en la lejanía- un rayo… así como las lluvias que llegan a la ciudad de improviso, golpean, desencadenan más agua, y desaparecen dejando el cielo limpio y azul.
Contemplamos la historia de la princesa prometida en matrimonio a un príncipe inglés a condición de que éste se convirtiera al cristianismo. La peregrinación a Roma, la masacre en el viaje de regreso, y sobre todo, el sueño premonitorio de Úrsula –toda la sala en telas de Carpaccio, como dije: un –minucioso- narrador.

De la Academia, atravesando el puente de madera (tendré que pensar porqué las artes van junto con la madera, como el pont des Arts), llegamos al Palazzo Cavalli Franchetti propiedad del Instituto Veneto di Scienze Lettere ed Arti. Como se encuentran regados por toda Venecia, este lugar tiene en el jardín que antecede la entrada: un pozo de piedra labrada. Estuvimos un buen rato asomadas para alcanzar el fondo oscuro con fotos que capturaran la luz en su interior. En los imponentes espacios del palacio exhibían el universo de los proyectos de Jørn Utzon con motivo de la Mostra Internationale di Architettura. Nos interesó la observación detallada y minuciosa que el arquitecto hace de la naturaleza como fuente de inspiración. De allí, salimos a almorzar en el campo San Stefano. Sentadas bajo paraguas de lona, comenzó la “tempestad”. Aparecieron hongos plásticos de múltiples colores moviéndose en todas las direcciones, cruzándose velozmente ante mi mirada apaciguada por el agua. Nos tocó esperar a que amainara la lluvia. Visitamos la iglesia con el mismo nombre de la plaza y encontramos una virgen bailarina que parece una diosa hindú. Le prendimos una vela. Como dos ranas fuimos saltando de plaza en plaza: campo San Angelo, al Manin, al San Luca. Me hubiera podido quedar mucho más tiempo deambulando por las callejuelas desoladas después de la lluvia, contemplando las visiones interiores de fachadas roídas, de colores rosas u ocres contrastando con el verde de los postigos y los marcos de sus ventanas, descifrando los reflejos que ondulan sobre los canales. La ciudad mojada llama a adentrarse sin reservas en su laberinto, a abrazar el deseo de alejarse del ruido, de retroceder en el tiempo, de aceptar un andar lento; invita a sentir su voluptuosidad, su amor arrebatado, escondido y silente... Si Venecia no te habita se trata sólo de un majestuoso decorado teatral. Mis zapatos quedaron marcados por el agua. Esa noche, antes de apagar la luz, recordé el vago residuo en mi memoria de líneas de Joseph Brodsky escritas sobre esta ciudad.

El día siguiente amaneció despejado. Bello para ir a pasear por el Arsenale y los Giardini. El lema de la muestra de arquitectura: Out There Architecture Beyond Building. Anoté: “our achitecture has no physical ground plan, but a psychic one…”. La larga estructura del Arsenale presentaba diversos proyectos experimentales que a Cristina le llamaron mucho la atención. Yo, al cabo de un rato, me aburrí. Sin embargo, disfruté viendo las propuestas de arquitectura ecológica del pabellón italiano y el beber buen café sentada en una silla -de diseño- muy confortable. Abandonamos a los estudiosos de la relación del hombre con su espacio en este nuevo milenio, para seguir contemplando una “arquitectura más cercana a mi psiquis”, detenida en el siglo xv, “obsesionada con el renacer”. Fuimos entonces a ver una edificación ejemplo de sucesivos “fuegos que incendian y producen renacimientos”: el teatro de La Fenice, el phenix, que comienza por nacer sobre las cenizas de otro teatro incendiado en 1674, el San Benedetto. Las obras del nuevo teatro acaban en 1792. El teatro se quema en 1836 y es reconstruido en 1837. Se incendia de forma criminal en 1996 y abre sus puertas restaurado a su estado neoclásico original en el 2003. Esa noche presentaban el Nabucco de Verdi, pero no conseguimos entrar.

Volvió a llover. Salimos camino al Ghetto. Aprendí que la palabra ghetto viene del verbo gettare, fundir, de ahí geto vecchio y geto nuovo, para designar un conjunto de fundiciones de los siglos xiv y xv. Después del asentamiento de los judíos a partir de 1516, la palabra cambia de pronunciación y de sentido. Conserva su origen algo siniestro de gettatore, echador de suerte, de ser echado. En la zona de Canareggio se encuentra la estación de tren, una de las zonas más pobladas y concurridas por turistas que entran y salen de la ciudad, y alejándonos del ponto di Guglie entramos de lleno en la zona judía. No faltó observar las indescifrables inscripciones en hebreo, ver a los rabinos de largos cabellos rizados caminando y un dulce de manzana compartido comprado en una panadería Koscher.
Pecamos por gula y lamento haber dejado pasar la visita a la Sinagoga por no llevar el libro de Soller conmigo, en el que leí esa noche: “Venecia la espléndida fue también la ciudad que creó el Ghetto. Hallamos, de nuevo, a Dios y al Diablo juntos”.
Desde ahí, alcanzamos la chiesa de la Madonna dell’Orto donde admiramos más obras de Tintoretto. Cansadas de la lluvia nos refugiamos a comer en un restaurante que pintaba mejor de lo que resultó el risotto que pedimos. Durante la lenta elaboración del arroz, logré dibujar dos retratos de Cristina, en uno luce como Angelina Jolie y en otro como un ángel precioso con los ojos bizcos. Esa tarde, llegamos hasta la chiesa dei Gesuiti muy cerca del otro limite de la ciudad, la fondamenta Nova. Ya de regreso, tratamos de abrigarnos en la biblioteca de la fundación Querini Stampalia. Hace algunos años pude entrar a leer, ahora se necesita llevar el pasaporte consigo. La lluvia impidió que le mostrara a Cristina el jardín diseñado por Carlo Scarpa. Nos limitamos a comprar un recuerdo que me hizo reír: una imagen de il uomo pipistrello haciendo de gondoliero en su Batgondola (si alguien piensa que es un invento, que venga a ver mi mesa noche, ahí lo puse).

Alguna noche bebí un –turístico- y muy costoso aperitivo en la Piazza San Marco. El del Florian, bajo una noche de estrellas tuvo su encanto, el del caffé Lavena “local histórico de 1750”, jamás pensé pagar tanto por un té para la niña. Sin embargo, de todas las copas de proseco que bebí –que fueron muchas- la que subraya emocionada mi memoria fue una en el campo San Giacomo dell’Orio, una noche fría después de la lluvia, mientras intentaba con torpeza capturar a lápiz el espíritu de la plaza, el ambiente de un barrio de mayor autenticidad, el de Santa Croce. Gracias a la recomendación de la propietaria de un pequeño anticuario, comimos no muy lejos de ahí en un restaurante con nombre de auyama. Regresaríamos la última noche, a repetir el flan di zucca.

El día de Todos los Santos, un sábado, me dirigí bien temprano a misa en San Marco buscando la posibilidad de entrar a la basílica sin la fila interminable de turistas. Mientras llegaba el vaporetto en el muelle de la Giudecca escuché a lo lejos una larga sirena. No pasaría mucho tiempo para comprender que no se trataba de anunciar el peligro de un incendio sino de un exceso de agua. Los venecianos sabrían que debían salir con botas de caucho. En la iglesia, me sentí agradecida y bendita por privilegio de escuchar misa bajo aquellas extraordinarias cúpulas bizantinas junto a escasas diez personas más. Permanecí largo tiempo contemplando los elaborados mosaicos de los pisos. Sobre todo, recé frente a la virgen. Le prendí tres velas: por dos sombras fantasmales y un futuro hombre que ese día alcanzaba sus cuatro años. De tanto humo inasible, acabé por dejar una mancha sobre el reclinatorio de madera, una lágrima en el presente. ¡Como si a Venecia le hiciera falta más agua! Al salir, supe lo que significa el Acqua Alta. Toda la plaza, todas las calles circundantes estaban inundadas de agua, de mucha agua. Tuve que comprar unas bolsas plásticas en forma de botas. Maltrechas, resistieron mientras hacia maromas por pasarelas y por calles en las que el agua me llegaba por encima del tobillo. Esa tarde escuché decir a una vendedora que el campo Santa Margherita parecía una piscina hasta después de la una de la tarde.

El acqua alta sube y baja como la marea. “Cuando ocurre es el mejor momento para refugiarse y hacer el amor”, lo leí de un escritor. Amor no es palabra que pueda faltar al hablar sobre una ciudad repleta de lugares comunes que lo persiguen con interminables máscaras. Pero, el amor más allá de las palabras; el que nos desvela en la mitad de la noche y nos despierta a la vida; el que nos cobija e invade los sueños; el que nos dibuja con verdad y nos borra las aristas haciéndolas invisibles; el que se ciega por la locura para que sea ella quien lo guíe; el que conjuga sagrado y profano en un lienzo de Tiziano; el sublime imaginado que ilumina lo real…
…de ese amor, divisé cierto destello -a lo lejos- a Venus brillar junto a una luna en cuarto creciente mientras me adentraba con sosiego en la Serenissima, un lugar capaz de diluir toda contradicción entre sus aguas. Habrá que volver para intentar alcanzarlo. La mañana en que partimos la ciudad se escondía cubierta por una espesa neblina.


Paris, xi 2008

viernes, 12 de junio de 2009

El Paseante Cartógrafo, por Richard Niño

El ritmo acelerado de nuestras calles, y de nuestra época, pareciera exigirle al ciudadano cada día más tiempo y espacio, y el individuo no ha tenido otra alternativa más que ceder las horas y entornos como parte de su proceso de adaptación al crecimiento urbano. Tanto es así el acelere que en tiempos anteriores, y supongo muy anteriores, la tranquilidad y serenidad con que los individuos podían sentarse a despojarse de los cansancios después de un día de trabajo comenzaban justo en el momento que el sol mostraba sus últimos colores en las puertas, la noche oscura servía para sustentar esos descansos apenas interrumpidos por unas cuantas bullas; la de unos pocos que celebraban días especiales o simplemente las de aquellos que quieren romper el silencio nocturno en conversaciones que no dicen mucho, que sólo van con la intención de distraer otros cuantos oídos, sacar algunas carcajadas, o buscan calmar la ansiedad de la boca por el hablar; las visitas a la familia de una calle cercana, y por supuesto las bullas que se burlan de la urbe caótica y esta última que por más que se les pare al frente y se empeñe en gritarles hacen caso omiso, en estos casos tiene más poder un cinturón en el brazo de una madre o el cansancio, ese cansancio que brota entre la respiración agitada como una bocanada de aire por la boca que sonríe: la de los niños. Ahora la ciudad para atender su metabolismo ha tenido que alimentarse de las horas y el espacio, y esa tranquilidad se ha desplazado lejos de las ciudades. La noche silenciosa y la brisa serena ya no se encuentran en estos espacios de humos de carros y autobuses; de carreras y empujones. Quien tenga las intenciones de hallar está tranquilidad deberá alejarse de los centros sobrepoblados, irse a lo lejos, libre de esos ruidos que aturden y los humos que empañan, esas son las palabras, aturdir, empañar. Las pequeñas ciudades aún pueden encontrar un silencio que se perpetúa durante ratos prolongados; y por supuesto con los ruidos que no aturden: las bullas que mencioné antes y que sólo podrán incomodar a un vecino amargado.
El empañamiento es una de las consecuencias de la ciudad congestionada, así como el aturdir es ocasionado por un fuerte ruido o muchos que impiden al individuo distinguir unos sonidos de otros. Las distintas cornetas en la cola de una avenida cualquiera (pues en todas hay cola), los motores, los gritos y todas las voces que conversan imposibilitan los sentidos tanto como los titanes que se pueden encontrar en la cotidianidad de la ciudad y a los que quitamos la mirada para tratar de ignorar. Incluso en vez de distraernos en nuestros pensamientos, tratamos de pensar en cualquier cosa para distraer los sentidos; los pensamientos que nacían de la nada y nos distraían terminamos sacándolos con una pala, escarbamos en nuestras cabezas con la esperanza de sacar algo que permita pasar por alto todas las vistas de la ciudad. ¿Cómo encontrarse con el paseante solitario al que Lezama hace referencia en sus “Coordenadas Habaneras” en una ciudad de este tipo? Más que ser una pregunta que se comporta como interrogante, termina por funcionar como un intento de excusa para justificar nuestra pérdida de sensibilidad.
Sería importante resaltar, o mejor dicho, hacer mención a algunos detalles particulares referidos por Lezama; Paseo, parque, juego, soledad. Tengo quizás algo de suerte al vivir en una pequeña ciudad alejada de la gran capital, y en este país mientras más te alejes de los centros más urbanizados pareciese que la velocidad disminuye y las comunidades que habitan esos centros menos poblados van a un ritmo más lento. En mis viajes de retorno de la gran capital a mi pequeña ciudad da la impresión incluso de que los viajes se hacen a través del tiempo, por supuesto entre tiempos no tan remotos, mas con diferencias muy notables. Desde el momento en que bajo del bus y sigo el trayecto hacia mi casa, al llegar, podría recordar todos los rostros que pasé por un lado en veinte minutos de caminata, seguro no serían más de quince. El hecho de vivir en este sitio alejado me permite referirme a las diferencias que pueda conseguir entre el parque de mi lugar de procedencia y el parque del lugar que frecuento cuatro días a la semana, la gran urbe. En la pequeña ciudad los parques pasan más tiempo jugando con el viento que con algún niño. En una que otra ocasión, un pequeño encuentra apropiado el espacio para convertirlo en un cuartel o escondite; de vez en cuando una pareja de jóvenes encontrándose en abrazos y besos; y rara vez algunos adultos sentados conversando mientras sus niños corren de acá para allá, en el parque. En este caso el parque es sólo un sitio más para el juego, las caricias, o para conversar. Abusemos un poco de la concepción de parque de Saint Exupéry: de algún modo el parque es hecho por el juego, por lo que me atrevería a decir que el juego no es más que la manera en que las pasiones se hacen actos, así que para los que se encuentran en el parque, tanto como para el paseante solitario al que Lezama Llega a hacer referencia (y distinto al paseante confundido), esas pasiones desbordadas en saltos, gritos, caricias y en el paseo podrían llamarse juegos. Ante el posible intento de refutar el paseo como juego y de alegar que en el paseo existe cierto grado de conciencia, pues el paseante solitario antes de salir pensará: “voy a dar un paseo”, no se hace más complicado responderle desde mis recuerdos y los suyos preguntándole si alguna vez de niños no llegamos a plantear: “voy a salir a jugar”.
En el juego conseguimos la diferencia de parque entre la ciudad pequeña y la grande. En el paseante, el paseo que resultaba tan espontáneo como la risa termina por convertirse en necesidad al ser perturbado por el entorno de la gran urbe y entonces el parque busca convertirse en El Sitio de juegos para el paseante; se convierte en un refugio, se invierte la concepción de parque y paseo. En la gran ciudad el individuo va al parque para encontrar al juego, poniendo en un nivel superior a estos espacios cerrados; el principal problema de esta alternancia quizás Saint Exupery pudiese explicarlo mejor desde su nostalgia: “… no es en el parque, sino en el juego donde es menester estar”. Por supuesto, no hay quien pueda negar que existan, y esto exceptuando a los niños que parecen tener cierta inmunidad a la urbe, unos cuantos poetas paseantes que aún entre el ruido, las construcciones y los humos pueden detenerse y alcanzar su juego en un sitio como la ciudad, sin embargo son pocos. Y aún así se hace difícil mantener un juego que se perturba por el riesgo a ser atropellado por motorizados en las aceras, por personas en el metro, y por perder algunas pertenencias a causa de unas cuantas manos ágiles.
Sin embargo el don del paseante solitario, y casi el despiste que permite hacerle olvidarse de los ruidos y ver más allá de los titanes, está en el mismo carácter solitario de su condición de paseante. Lezama Lima incluso parece no olvidar está característica tan particular de ese paseante y lo distingue de aquel confundido que va al parque a encontrar abrigo sin darse cuenta que ha llevado a la ciudad consigo. Quizás ese es el punto común, entre el paseante, todos los apasionados que alcanzan un juego, y la inmunidad infantil. En este punto me atreveré a tomar unos extractos de las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, quien dirigiéndose al señor kappus hace, desde los inicios del texto, referencia a la soledad:


“(…) Pero no puede equivocarse usted. Lo que se necesita, sin embargo, es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí y no encontrarse con nadie durante horas y horas, eso es lo que se debe poder alcanzar. Estar solo, como se estaba solo de niño, cuando los mayores andaban por ahí, enredados con cosas que parecían importantes y grandes, porque los mayores parecían tan ocupados y porque no se entendía nada de lo que hacían.
Y si un día se comprende que su atareamiento es mezquino, sus oficios petrificados y ya sin relación con la vida, ¿por qué entonces no seguir mirándola igual que un niño, como una cosa extraña, desde lo hondo del mundo propio, desde la distancia de la propia soledad, que es ella misma trabajo, rango y oficio? ¿Por qué querer intercambiar el sabio no-comprender de un niño por lucha y desprecio, cuando sin embargo el no comprender es soledad y, en cambio, la lucha y el desprecio son participación en aquello de lo que uno quiere separarse con los mismos medios?”

Los juegos que vienen de lo “hondo del mundo propio”, el observar del paseante solitario “desde la distancia de la propia soledad”, “el sabio no-comprender” de los niños, todos se desprenden y podrían explicarse y resumirse en su soledad, y el no poder llevar la soledad como la motivación y motivo de el paseante confundido que lucha y se agita por alcanzar ese juego cuando la lucha y la agitación son los mismos medios de la gran ciudad.
En esa soledad es que Lezama Llega a detenerse en distintos puntos (coordenadas) de La Habana y narrar las cosas que percibe; por supuesto, en su texto sus planteamientos se hacen presentes como una reflexión de esas cosas que ve, en lo que se repite día a día, en lo sucesivo, sin embargo parten de esas observaciones en un momento de soledad, necesaria para poder evitar distraerse con la espera de “la guagua”: ese monstruo anaranjado que me atrevería a apuntar como la imagen perfecta de todo lo que la ciudad es. Un monstruo de motor, como la ciudad, una máquina con su ritmo y fuerza sobrehumana. En la ciudad maquinal, la sociedad cree moverse sobre ella, cuando es ella la que mueve al hombre y este no tiene más remedio que alcanzar y adaptarse a su ritmo como el albañil que se hizo un espacio donde no lo había en el bus para no ser dejado atrás por la máquina.
Quizás el exceso de máquinas y monstruos en nuestra Caracas nos haga más difícil acercarnos a la soledad que permitió a Lezama detenerse en cada una de las coordenadas de La Habana, quizás esto se deba, más que todo, a que en una ciudad sobrepoblada como la nuestra el exceso de monstruos que nos exigen más y más energía y tiempo ha ocasionado que ellos se hayan convertido en nuestras sucesivas, por lo que quizás el hablar de monstruo como lo hace el escritor cubano de “la guagua” sea un poco incomprensible, sin embargo basta un poco remitirnos a la realidad de la Cuba y situarnos como un paseante solitario y entonces, quizás, podamos encontrarnos con las mismas perspectivas de la realidad del escritor cubano, incluso el viaje no tiene que ser tan temporal, puesto que La Habana en cuanto a desarrollo urbano ha seguido un ritmo más lento que el de nuestra sociedad. Quizás esté más cercana a la realidad de mi pequeña ciudad La Victoria, donde los monstruos vienen a ser constituidos por unas cuantas paradas de bus, y esto es imaginando a mi localidad más poblada, de este modo no se me haría difícil encontrar “las guaguas” en mi ciudad.
Además de monstruos, por supuesto que las observaciones del paseante se prestan para distintas situaciones, basta con ver los distintos apartados de Lezama, las distintas coordenadas. Pudiésemos tomar en consideración la del juego de pelota por ejemplo. Me atrevo a pensar que Lezama cuando hace un apartado sobre el béisbol en su país y la proyecta cuatrocientos años más tarde, haciendo una referencia a “los Mommses de entonces”, lo hace obedeciendo cierta solidaridad intelectual, tal vez con la intención de señalar más que todo un marco de oficios que le permitirán reconstruir ese juego de pelota. Sin embargo discrepo de esta solidaridad, puesto que considero que las vivencias, la memoria o la tradición son las que llevan consigo un sabor y las que motivarían a un “maestro del cronicón” a elaborar semejante relato. Desde está perspectiva quizás hubiese sido mejor asignarle la reconstrucción de un juego de pelota a un cronista cubano. Para comprender esta osadía de mi parte sólo basta con acercarnos a algunos portales donde la realidad cubana se muestra en el presente, si nos acercamos a los artículos de Pincho Acuña quien hace referencia al deporte, más que el artículo en sí que por lo general termina tratando algún problema administrativo o político, llega a hacer mención de una realidad del cubano y que es su pasión por el deporte, en especial el béisbol. Buscando las horas y espacios disponibles y sacrificando horas de descanso, por el lado del espectador, este encuentra la manera de acercarse al deporte; y por otro lado el del deportista, siendo el béisbol en Cuba el deporte donde más puede un atleta destacarse y salir a participar en eventos internacionales como las Olimpiadas, ¿cómo no encontrar en este deporte un camino para cumplir sus sueños de deportista? Por otro lado, si acá en Venezuela que en cuanto a deportes tenemos distintas posibilidades, imagínense un poco el grado superior de entrega hacia este deporte del cubano si en nuestro país en temporadas de béisbol incluso los radicalistas y extremistas que se oponen y hacen guerras durante el resto del año terminan en treguas y declaran nuevos enemigos obedeciendo la simpatía y rivalidad hacia los equipos en cuestión, celebrando a gritos y abrazos las victorias cuando en una época que no es de temporada no se podrían acercar a hablar, esto es acá, teniendo otras posibilidades y a las cuáles el venezolano recibe con el mismo comportamiento; ¿cómo podrá ser para el cubano que no posee muchas otras alternativas? Tomando esto en cuenta Robémosle la lámpara famosa y el mago de Santiago a Lezama, pero con la diferencia de que el informe estaría remitido a un cubano; qué podría salir de los relatos de un abuelo, que a su vez eran los relatos de un bisabuelo; de los desvelos, de los descansos sacrificados; de las celebraciones de las victorias y el de las tristezas de las derrotas; las anécdotas de algún familiar que estuvo en los campos convirtiéndose de deportista a atleta, representando a una tradición entera, en una aventura, los entrenamientos, los aplausos, los sacrificios que tenía que hacer por el deporte, el cansancio. Llevando en su sangre esa tradición, la emoción que se desborda no podría ser muy distinta a ese relato al que hace mención Lezama, así como al señor Poitewin, al hablarle sobre Grigorss a Feirefits, la emoción era tal que por más que intentara evitarlo le salía en canto, ¿cómo no creer posible que ante todas estás emociones que vive nuestro cronista cubano, que además las lleva en la sangre y en la memoria, no salgan al papel como todo este relato casi místico?
De este modo se puede entender, quizás, un poco mejor a Lezama y sus Sucesivas, su visión no es más que la del poeta que pasea en su soledad y se detiene en las distintas coordenadas a observar y reflexionar, un juego que sólo está en unos pocos de nuestra sociedad, quizás empañado y aturdido por los gritos y los titanes de nuestra ciudad, esos monstruos que pareciese alejarnos más de nuestro entorno. El poder distinguirlos todos, el poder además hablar de ellos y no sólo de ellos, sino de las muchas realidades que se viven en nuestra gran urbe, el reflexionar sobre ellas tal como un Habanero solitario pudiese hacerlo en la Cuba exigen de algún modo que nos detengamos, que nos deje el bus de vez en cuando, reducir el ritmo acelerado en el que la ciudad nos lleva, pasear por las calles y los parques sin tratar de escarbar en la cabeza por una tranquilidad; simplemente salir, solo, solitario, el juego del paseante saldrá entonces. Por supuesto en nuestra ciudad de caos se hace más complicado, con esa urbe gritándonos al oído y parándose en nuestro frente, pero ahí es donde entra el despiste del poeta, quién responde a los gritos de la misma manera en que los niños lo harían o como Diógenes de Sinope respondió a Alejandro Magno: “quítate que me tapas la luz del sol”. Quizás sea más fácil para un cubano en La Habana que posee menos monstruos y “servicios”(en este caso sinónimos) que nuestra Caracas convertirse en un paseante, sin embargo esto no es lo que se busca remarcar, más que eso, es la importancia que implicaría convertirnos en este tipo de jugador en nuestra ciudad agitada, si ellos pueden reconocer los monstruos de su ciudad, ¿cuánta falta no nos hace a nosotros reconocer todos los titanes de la nuestra? todas las reflexiones que se podrían sacar, todos los monstruos que pudiésemos reconocer, detenernos en un sitio, jugar. Este jugador de la gran ciudad, este -solitario, poeta, niño- paseante en nuestra sociedad, si tomamos a consideración a Lezama y todas las coordenadas que pudo trazar de su Habana en calidad de ese mismo paseante, en nuestro caso alcanzaría una nueva mención, Paseante Cartógrafo.

jueves, 11 de junio de 2009

Mardi Gras

A Mario Bertorelli


No son semejantes sus Carnavales a los de El Callao, en donde uno le da la vuelta a la plaza bailando calipso, cae borracho y duerme en la plaza. Ni a los de Venezia y sus máscaras, Río y sus nalgas generosas de fiesta, ni los viejos de Caracas. Uno mira la vieja ciudad francesa, vendida junto con toda Lousiana por Napoleón hace doscientos años, pasea, digo, la mirada por el final del Mississipi, hace escala en alguna iglesia e intenta rezar, huye de sí mismo. Amo mi tierra, pero me reconozco anárquico y neotribal, constructor de ciudades y catalogador de sus ruinas perdidas a la vista de quien llega. Veo los king cake pasar y hago reverencias mientras espero los últimos cinco días del Carnaval. Aquellos en donde las carrozas no pasarán por Bourbon Street y aún así, las imagino transitar, lentamente, llena de muchachas, identificando cada krewes y sus colores Pasa la peña Comus, pasan las otras protestando sus persecuciones, sus críticas despiadadas, su falta de respeto a la huella de la Galia en tierra americana. No estoy en 1699, ni en 1972, en que las peñas desfilaron por última vez por este barrio, ni en 1979, quizás el mejor de los carnavales acaecidos hasta ahora. El hombre cantó antes de hablar, da vueltas en el tiempo hasta que ya no hay tiempo, y en el espacio hasta que el mismo desaparece. San Buenaventura, Pascal y Borges la continuaron, esa frase de Giordano Bruno: perché tutto lui é in tutto il mondo, ed in ciascuna sua parte infinitamente e totalmente. Sigo las huellas en el aire, lleno de estrellas y los fantasmas de Epicuro y Lucrecio, también aquí y en ninguna parte. No estoy en febrero o marzo, tiempos del Carnaval. Tampoco estoy en New Orleáns. Lo veo a través de las fotos de una amiga. Como veo los juegos del deportivo Táchira en Pueblo Nuevo, en otra ciudad donde no vivo, sino solo de paso, en tránsito, por ráfagas lentas de larga mirada.
Uno reconoce sus tribus, uno respira el aire de lo que en algún lado comienza o en otro se acaba. La huella de aquel que nunca habla, la del que solamente canta.

Crónica de una mujer sobre otra mujer con hombre asomado a la ventana

Yo ensayaba, por esos días, estudios de administración (y que quedaron en ensayo). Tomaba el autobús antes de las seis de la mañana hasta las Mercedes y luego otro hasta Bello Monte. Me llaman loco, pero antes el tráfico por El Cafetal era menor. Sí, era mayor vale. No había operativos de canal rápido, ni pico y placa, ni día de parada. Y, aunque me insistan que no, había más gente. Sí. Después, con el tiempo, El Cafetal y zonas aledañas se redujo en su población producto de una razón muy sencilla: emigración de la juventud hacia otros parajes allende las fronteras, mudanza a lugares de la ciudad en donde el precio de los apartamentos se hicieron más permisible. En fin, las colas eran mayores, por tanto ya a las seis y pico comenzaba el Calvario (mi hermano mayor, que vive en Margarita ahora, me sirve de testigo. Puedo darles el teléfono). He leído la mitad de lo que he leído en mi vida entre un autobús y el Metro. Uno adquiere hábitos. Se busca puesto junto a la ventanilla para no estar dando paso al que se quiere sentar al fondo. En la segunda o tercera hilera, con vistas a estar cerca de la ventanilla y más o menos lejos del Vallenato del chofer. En el Metro, aplicaba llegar al último vagón (va menos gente) a ver si conseguía puesto o sino, por lo menos para leer parado pero sin que me tropiecen. Si no lograba ninguna de las anteriores, me refugiaba en un walk-man (abuelo del ipod) con el que intentaba escuchar música, mientras la duración de las pilas doble A me lo permitiera y no empezara la música a soooonaaaaaaaaarrdeeeeereeeeepeeennnteeeeeeaaaaaaaaaaasssiiiiiiiii….hasta que las pilas murieran. Tiempo después, un día tenía en el morral un artículo de El Nacional que mi padre había recortado para que lo leyera. Era una nota sobre un libro que giraba alrededor de Caracas, iniciativa de Tulio Hernández a partir de los sucesos del deslave. Escribía Federico Vegas, Alberto Barrera Tyszka, Tomás Eloy Martínez, Boris Muñoz, José Roberto Duque, Adriano González León, Ibsen Martínez, William Osuna y el sin par, José Ignacio Cabrujas, de cuyas columnas de los sábados era todo un fan. Pero la nota de mi padre apuntaba a una crónica de Milagros Socorro llamada La Venus del Cafetal, con un extracto de la misma. Sentí que me caía como Condorito. Todo lo que contaba Socorro en esa crónica lo había visto yo, lo había padecido desde mi situación de testigo. En esa crónica aparecía asomado a la ventana viendo a esa muchacha, la Venus, corriendo toda las mañanas corta de ropa, sudada, con el cabello suelto, hecha una gacela. La vi detener el tráfico (vi un choque gracias a ella), la vi subir “como si nada” la cuesta de Los Naranjos y también la vi luego en Santa Sofía haciendo abdominales sobre los bancos de cemento. Mis ojos se acostumbraron a ella, todas las mañanas. Yo miraba a esa mujer como lobo mirando loba en comiquita vieja de Warner o Hanna Barbera: con la quijada por el piso, los ojos puyúos y la lengua afuera. Entonces, esa chica era un asunto entre Socorro, la cronista y yo, el lector.
Con el tiempo, ya con el libro Criaturas Verbales de Socorro en mis manos, iba, una vez más, en mi autobús (sueño con enviar esta nota a algún correo electrónico de la ruta Casalta-Chacaíto-El Cafetal a ver si me dan un pase de por vida). Al terminar de releer la crónica, creí ver a esa muchacha (que no apareció más nunca, ¿se habrá casado?, ¿tendrá hijos?, ¿habrá decidido mandar el fitness al demonio y dedicarse a comer cochino frito?, ¿también se habrá ido del país?) corriendo de nuevo, y me vi bajando del autobús casi en marcha, cruzar la Avenida Raúl Leoni casi a la altura de la calle El Limón soplado y correr detrás de ella, con la lengua afuera otra vez pero del cansancio, tratando de darle alcance para mostrarle el libro y me lo firmara, así, no importa, corriendo ambos, yo le echaba pichón a la subida de Los Naranjos, procurando verle al fin una sonrisa. Cosa que nunca ocurrió. Ni era ella, ni llegué por supuesto a la subida de Los Naranjos (antes de Plaza Las Américas ya me había derrumbado).
Hace poco recibí la respuesta de mi correo a la línea de autobús (lo envié al final). Dicen que solo mayores de sesenta años tienen gratuito el pasaje. Me faltan tres décadas. No se han dado cuenta que, de alguna manera, ellos han sido durante años, mi sala de lectura obligada. La sigo usando. Uno no puede permitirse, en asuntos de lecturas, ser un ingrato.

Viaje a la izquierda del mapa

Me levanto, espero que Simón se bañe, mientras hago a escondidas unos sándwiches y guardo unas cervezas. Me baño yo, me visto y espero que se marche. Tomo un morral lleno de ropa, un libro de Robert Lowell y las llaves. Cierro las ventanas, abro y llamo al ascensor. Tranco la puerta y bajo los diez pisos. En la entrada del edificio, rompo el vidrio del Mustang que vi estacionarse anoche, entro y lo enciendo (nadie me ha visto, nadie me culpará a mí). Arranco. Pongo el Ipod: Bob Dylan. Tomaré la autopista Caracas-Valencia, entroncaré con la José Antonio Páez y llegaré después de mediodía a Barinas (a la altura de Maracay, ya habré botado el celular). De ahí, la dimensión desconocida. Seguiré rodando (pondré gasolina cerca de Acarigua), no me detendré a comer (no tendré hambre), y pasaré por cien pueblos, cien policías acostados por casi cinco horas, cigarrillo tras cigarrillo y tema tras tema de Dylan. Entrando a San Cristóbal veré un perro muerto como siempre (antes vi dos, saliendo de Caracas y cerca de Barinas, sin contar los campos de caña, las vacas que se repiten y el monte ardiendo). Entraré a Caneyes de madrugada, le daré las llaves del carro a mi hermana, llegada de rumbear e iré al baño a lavarme las manos y la cara. Los otros se levantarán más tarde. Comeré los sándwiches con Natalie (ella me pedirá el carro para más tarde, ¿por qué está roto el vidrio?) y afuera, en el patio, veré el paisaje de la ciudad en la luz de la mañana, serena, tomando su forma clara, que se vuelve luz primera de mi insomnio y mi heredad. De una manera rara, dilatando la mirada, al fondo de esa ciudad encontraré, de manera cierta, un último mar, mi regreso y, con el tiempo, esta estampa de febrero amarilla entre viejos papeles, unos temas de Dylan, virutas de cigarrillo y marcas de vidrio, distraídas, en un codo.
Voy saliendo, en el nombre de dios o algún demonio, voy rodando. Aunque no vuelva.

domingo, 7 de junio de 2009

Luz en Caracas

Son pocos los espacios habitables que nos quedan. Caracas es desde hace más de veinte años un gran espacio transitable: ciudad construida para automóviles, los lugares en “donde estar”, son cada vez menos. Cuando aspiramos al reposo, solemos aspirar al ruido que nos diluye en la nada. No llamo ruido a la música que escuchemos (salsa, reguetón, rock, tecno). Pero no aspiramos a lograr el silencio a través de la música, a través de la epifánica concentración que nos otorga. Hablo no solo de la música como arte; también de la suave música de un perfume, de una guayaba que se muerde, de un escote que se observa callado, de una risa que se escuche. Como espacio transitable hecho ciudad, nuestra sensibilidad es visual y prosaica. El contemporáneo desdice de esto porque lo puede acercar peligrosamente, a veces de forma brutal, a la realidad y a sí mismo. Debe tomarla en cómodas cuotas narrativas. Recordarle que lo acompaña aunque no se dé cuenta. Aparece como la llegada de las langostas en algún lado o las temporadas de lluvia. Siempre viene en camino aunque no haya punto de llegada. Hay acordes que empiezan a sonar.
La virtud de regresar a la ciudad por tierra, por ejemplo, es superior a regresar por avión. En ambos caso te guían arquetipalmente: alguien conduce. Pero cuando es por tierra (y más si es de noche) los avatares del cansancio, del abandonarse desde eso, aumentan. Uno viene desde el sueño a la conciencia. Y si haces tu entrada un fin de semana, sin tráfico habitual, hacia las seis de la mañana, te encuentras con esa luz que te invita a dejarlo todo o aceptarlo todo. Volver a Caracas no es volver a una ciudad, es volver a ese espacio que la envuelve. En el fondo, la visión de El Dorado nos sigue empañando o clareando la mirada. No hay palabras para describir tanta belleza. Acepta ser parte de este orden natural de las cosas. Entiendes porque, de alguna manera, sigues aquí. No es por los años de vivencia, ni por haber sido criado en este lugar o porque aquí es donde ganas el pan. Es esa luz que envuelve el espacio desde el sueño y que hila con suavidad tu música con la de ella. Se abre una dimensión que trasciende el tiempo y vuelve el espacio en donde estamos un lugar intemporal en donde aún corren los tranvías y las haciendas de caña y café nos envuelve en sus olores: habitamos otro tiempo, el del otro, el que es nuestros y de los otros, vivos o no.
Quien no vive en esta ciudad, ve sólo a 6 millones de almas en llenas de neurosis. Yo veo a esas personas sumidas en un sueño que quieren hacer realidad cueste lo que cueste. Una realidad de luz apagando el sueño. Así tenga que hacerse en otro lugar distinto a este.
Caracas suena, decía Cabrujas. Es un acto mágico y secreto, un repique de tambores y de trompetas en los signos que le corresponden a cada quien. Somos ese espacio que, cada tanto, procura hacer eco de esa luz, salvaje; de esa música, que nos habita, anterior a todo tiempo e indiferente a nociones ridículas de futuro. Una luz real, un espacio habitable que se hace reino, un presente permanente

José Bergamín, apátrida

89 vueltas a la tierra llevó Bergamín sobre sus espaldas. Hijo de comunista y madre católica, es quizás una de las figuras más raras de España, como lo son Gómez de la Serna y sus Greguerías, aforismos y frases y sentencias; Max Aub y sus cuatro suelos en donde pisar: alemán, francés, español y mexicano; Jorge Semprún, exiliado por razones propias a la lengua francesa, como Beckett; o Luis Cernuda, andaluz homosexual, anglófilo y brillante. Bergamín es de esos temples incatalogables, a quienes la crítica literaria llega a huirle por no poder colocarle un cartel que lo identifique: fue ensayista, poeta, editor, cronista taurino, hombre cercano al aforismo, dramaturgo, activista político. Fundador de Cruz y Raya, una de las revistas más importantes de España y emblema de la generación del 27 (a la que le gustaba llamar Generación Republicana), se encargó con vehemencia de publicar a los principales escritores de españoles de su tiempo. Comunista acérrimo, católico convencido, nunca tuvo miedo de sus contradicciones. Hizo de España el centro del Congreso Internacional de Escritores Antifacistas, ese fracaso en donde Stephen Spender comenzó a blanquear sus cabellos y tantos sus esperanzas.
Bergamín vivió exiliado a partir del triunfo de Franco en México, Venezuela, Uruguay y Francia. Volvió en dos ocasiones a España, en donde siempre era perseguido y vilipendiado por su constante conspiración política. Bergamín terminó, en su radicalismo político, afiliándose a Herri Batasuna y autoexiliándose en el País Vasco en donde decidió morir con la decisión de ser enterrado en Fuenterrabía, con este verso en la boca:

Fui peregrino en mi patria desde que nací
Y fue en todos los tiempos que ella viví,
Y por eso sigo siéndolo ahora y aquí
Peregrino de una España que ya no está en mí.
Y no quisiera morirme aquí y ahora
Para no darle a mis huesos tierra española.

Su sequedad, ese amor por la tierra que se hace odio y convive en el pecho, es similar al que sintió Cernuda. Hombres de talante religioso, vivieron su pathos de españoles hasta el fin.
En su estadía por Venezuela, que duró un año, 1946, dictó cursos en la Universidad Central y en el Pedagógico. Renunció por considerar el nivel de sus alumnos demasiado bajo y se marchó a Montevideo.
Bergamín fue de esos artistas a quienes el alma se les salía por la boca y al verla en el piso, no dudaban en pisarla. La recogían luego y la guardaban en algún bolsillo del abrigo para coserla de madrugada.
De sus libros, aparte de De una España peregrina, y Aforística y epigramática 1935-1981, conservo los de toros, en especial La claridad del toreo. Me enseñan a entender el elemento salvaje en nosotros, cuan cercanos estamos a los hombres y mujeres de Altamira. La escritura de Bergamín es la de un estilista puro y refinado, elegante. No precisamente como la vida lo trató, en especial España, ni como él trató, en los excesos de sus acciones, a ella.
Bergamín no fue un hombre como Juan Goytisolo, tan poco español, con casi nada de ella en sus hombros o páginas. Llevaba a España como su cruz y la separó de él a punta de cuchilladas, siendo también la mayor de sus pasiones desoladas.
Era un hombre astillado, como tantos del siglo XX, tantos que no supieron leer bien su partitura.
Fue uno más que tomó en sus manos un puñado de su tierra, y se dedicó a rabiarla. Y a amarla sin cuidados.

Ciudades

¿Me habitan las ciudades o solamente se recorren?, ¿qué tan de paso es uno?, ¿cuánto de ellas llevamos en las entrañas?
He recorrido tantas ciudades, he vivido en tantas. Cinco ciudades antes del uso de razón, una sola en veinticinco años. ¿De cual soy realmente?, ¿De aquella en donde nací o de aquello en donde transito? En esta, en donde vivo ahora, me siento apenas testigo de sus andares y mutaciones. De las otras, alguien que las busca siempre en sueños.
Acabo de llegar de varias. Se me esconden, me evaden, me seducen con silencios de mujer, con secretos de los que no se nada. ¿Qué tan de ellas puedo ser?, ¿Qué tanto puede ser uno de lo que ama?
Siete Troyas llevo dentro, siete Troyas que mi cuerpo se reparten.
Me recorren, me averiguan, me espían en la noche.
Las habito, las escribo. No sé más nada.

Venezia

Venezia

I

No creo en las primeras impresiones. No revelan nada. Los individuos somos complejos y detrás de una mirada profunda puede haber un abismo que nos conduzca al desastre o a una entrada al paraíso. A veces, ambos suceden. Pero más allá de eso, de abismo o no, no sabemos.
El no saber, el afrontar las cosas desde la ignorancia más que el conocimiento es lo que se espera del viaje. Digo ignorancia, porque si me guío por la azafata, bellísima, que me habla solo en italiano aunque le diga que lo hago más lento y pierde la paciencia; o la otra azafata, veterana a pesar de ser un vuelo nacional, que respeta mi desconocimiento del idioma y con expresión sabia me da las indicaciones en inglés, no se que pensar. Creo que el conocimiento no suele aplicar tanto para interpretar. Es todo un obstáculo en el viaje, en este viaje de montañas y cielos altos e infinidad de culturas, musulmanes, hinduistas, y uno, hereje cristiano a las puertas de la Ferrari Shop: elegancia y velocidad en este tiempo del comenzar del siglo. Pasos de Gacela o de Guepardo.

II

A Tráfico y Guaire

San Polo, de mañana, codo a codo con mi hermano. Camino a Lido y un azul inmenso en el cielo y tantos años en sus calles, sus iglesias, sus turistas.
Tanto silencio enferma. Simón y yo añoramos un cañoneo, un golpe de timbales o de piano. Ni un canto de pájaros.
Mujeres de toda Italia la pueblan y uno se acuerda de Giácomo, de los embustes de sus memorias, de sus idas y venidas a su ciudad, de su odio y de cuánto la llevaba encima, como un estandarte.
Yo traigo el mío, también mi hermano: un escándalo lascivo que llevamos en la mirada y en los pasos, llenitas de ron las palabras y como un estandarte el hediondo río.
Tráfico llevamos:
Somos los muchachos más hermosos de esta ciudad.

III

Ayer llegué a esta ciudad y lo que más me impresiona es el silencio. Solo lo acompaña el tac-tac de los pasos en la calle, pasos de mujer sonora la mayoría. Rilke decía que París era la ciudad para morir; Pound, Brodsky y otros escogieron Venezia. No fue tonta su decisión. Esta ciudad va en camino a la muerte, está herida. Sus bases de van desmoronando día a día y lo alto de los costos habitacionales hace que la gente emigre a zonas más modernas y de tierra firme del Venetto. Quieren hacer de Venezia un museo y no se dan cuenta que lo que hace a la ciudad, lo que le otorga aire es el hecho de ser habitada. Aquí la gente vive, cocina, trabaja, estudia, hace el amor, tiene niños, bota la basura, canta y saca los perros a pasear por la plaza.
El silencio de Venezia, su serenidad, son sus habitantes. Vaciarla significaría llenarla de ruidos, de sonidos sin eco, sin sentido.




IV


Paolo ama su ciudad. Su familia la habita desde hace más de cuatrocientos años. Ha vivido fuera, en Dinamarca, pero su alma está en este lugar. Valora salir de madrugada a caminar en soledad, seguro. Su ciudad es su refugio. Uno lo sabe no porque camine con él, a fumar afuera, pues Geyleen, su esposa y mi gran amiga de siempre, no soporta el cigarrillo, sino por aquello que puede ver a la izquierda o derecha de San Polo, el Arsenal o Rialto: Colón demostró la poca verosimilitud de su visión al comparar Venezia con los palafitos que vio en el Lago de Maracaibo. La droga debía correr en el siglo XV. La imaginación medieval era exagerada (uno no entiende cómo pretendían criticar al bueno de Don Quijote sus contemporáneos). Somos hijos de una imaginación desbordada. La palabra que nos nombró venía llena del error que contenía. No hay que tomárselo en juego. El que nombra, crea, y con ello hay una responsabilidad que ninguna cruz puede expiar. Lo entiendo rápido al pasar debajo de Ponte Della Teta, en donde las prostitutas pagadas por el gobierno de la ciudad esperaban a los marineros a su regreso. Eso sí es una forma coherente de nombrar. También en sus pasos, después de los últimos toques de campanas de las iglesias, por parte de Paolo, que le echa un último vistazo a su bote y sabe que lo que se nombró en esa laguna hace más de mil años lleva el temple de la coherencia, aunque se esté derrumbando, como todo lo que se acaba, en el eco diminuto que queda del nombrar, de la primera palabra, la fundadora, dado por el hombre en ese lugar.

V

En la plaza, hombres y mujeres de su tiempo: razas y pueblos con sus olores y sus lenguas, pakistaníes y alemanes, chinos y españoles, caminando codo a codo, sin molestarse, pidiéndole al vecino que les tome una fotografía y viceversa, tolerándose atrás y delante de la fila para entrar al Campanile o a la Basílica.
Nadie ve el abismo de un cuchillo, ni el anuncio de un fusilamiento, ni a niños que lloran balanceándose en el abismo.
De repente suena una gaita escocesa, que encabeza una novia rubia del brazo de su padre, seguida de los acompañantes y los niños. Todos hacemos silencio y al pasar, casi al final de la fachada de la Basílica, alguien comienza a aplaudir la felicidad del otro (o la desdicha, nunca se sabe) y el resto la secunda.
Ninguna bomba estalló, ninguna viuda lloraba a su marido.
Bajo la mirada del santo hemos sido piadosos.
Creo que no debemos pedirnos más.

Milano, San Siro y la Vecchia Signora

Milano, San Siro y la Vecchia Signora

Llegamos a Milano en un Eurostar, antes de mediodía. La estación de tren, hija de Mussollini, no es tan avasallante por dentro. Llegan trenes de toda Italia, de Suiza y de Francia. Los Alpes conviven ahí, serenos, entre ciclistas de Zürich o Basilea, o comerciantes de Niza o Marsella. Compramos un mapa y decidimos hacer la ruta a pie (después nos arrepentiríamos). Nos llamó la cantidad de calles con nombres alusivos al Sur (Buenos Aires o Uruguay, italianos que volvieron) y con reminiscencias izquierdistas en la ciudad más capitalista del país. Llegamos cansados a la Galleria y enseguida, la Catedral. Todo es grande en Milano: las iglesias, los edificios, las avenidas, las mujeres. La catedral Gótica deja sin aliento (mi hermano casi sufrió un síncope. Dentro de un año lo sufrirá en Sevilla): su silencio, su oscuridad, la meticulosidad con que fue hecha (y con que estaba siendo reparada) abruman. En la plaza, al lado de la Catedral, abundan los africanos ofreciendo cualquier cosa que le compres. Te persiguen, te aturden. Uno tiene que huir rápido de ahí. Entramos a MacDonalds a comprar un refresco. Al subir al baño, entro a mi urinario y cierro la puerta. Escucho a otra persona entrar al del frente, seguido de golpes, bufos, bamboleos de la puerta increchendo. Al salir, un oriental esperaba para entrar y, mágicamente, salen del urinario una muchacha y un muchacho corriendo y muertos de la risa. Sexo rápido en MacDonalds.
Llenos de dudas decidíamos cómo ir hasta San Siro. Un taxi nos cobraba veinte euros y no entendíamos del todo el sistema del metro. En un kiosco preguntamos y un muchacho, salvadoreño (la ciudad estaba llena de centroamericanos), nos recomendó irnos en tranvía. Fue la mejor decisión. Gracias a él, recorrimos la ciudad de cabo a rabo y la disfrutamos. Al llegar a San Siro, la emoción nos embargaba. Estaba muy solo el estadio. Mi hermano decidió preguntar y volvió contando que hay un museo y de ahí sale un tour dentro de un rato. Me dijo el precio. Muy alto como para que fuéramos los dos. Le dije que entrara él, fanático furibundo del Milan (aunque mucho más de Barca). Quedé en esperarlo en unas escaleras cerca, fuera del sol.
El tour duraba más de tres cuartos de hora. Entretanto, pregunté hacia donde quedaba Torino. Me señalaron con el dedo y, sentado, luego de sacar una camisa del equipo y ponerla al frente mío, me dediqué a cantarle loas a la Juve, a celebrar ese origen ancestral con el Deportivo Táchira, agradecerle por tanto fútbol, por ser un equipo fundado por estudiantes y luego de los Agnelli, por ganar el campeonato mundial del 38, por Rossi y Platini, por tantos juegos vistos en secreto, a espaldas de mi hermano.
Le declaré mis amores a la Vecchia Signora, ahí, bajo sombra, bajo la rabia de San Siro.
Cuando salió del estadio, venía eufórico de tanta foto y lo apuré hacia el tranvía por las miradas asesinas que me dirigían.
Mi hermano nunca supo nada. No lo sabe todavía.

Los italianos

Los italianos

¿Cómo se comenta, se cuenta, el viaje de otro?, ¿con qué palabras se puede referir uno a las palabras del otro?. Hacia 1937 Mariano Picón Salas visita Europa. Escribe sendas meditaciones alrededor de Francia y Alemania, además de España y Bohemia. De estas notas, reseñan de viaje que hace don Mariano, me sacude la que hace de Italia. Picón Salas se da cuenta desde un principio que esa maravilla de país ha sido comentada por muchos y, más aún, en esos comentarios surgen generalmente los mismos asombros, con palabras de distintos talantes. Goethe, Stendhal, Durero, Burkhardt, Simmel, Nietzsche, Mann, Manuel Díaz Rodríguez. Generalmente todos comienzan el viaje por el norte y sus primeras escalas son Milano y Venecia. Me he preguntado muchas veces si el hecho de que las estadías de Gracilaso de la Vega fueron hacia el sur haya determinado la referencia a sus pisadas en la Bota. Gracilaso visitó y vivió en el sur de Italia como militar y por él, encontramos la primera reforma de la poesía escrita en español, gracias a las influencias del metro italiano. También le deben los ingleses: Shakespeare, Byron, Shelley. Aparentemente, el norte trae luces y tradición del contar. Picón empieza su viaje por Venecia, continúa hacia Ferrara y Rávena y termina en Florencia. Él, al igual que Díaz Rodríguez (cosa venezolana entonces) no deja de sorprenderse con la belleza de sus mujeres. Las sigue, admira y escribe. Se fija en las estudiantes: “estas muchachas que son el más vivo y bello pueblo que exista en Europa, se esparcen con sus pizarras y sus libros por entre el laberinto de las calles, tarareando sus canciones”.Más adelante se fijará en las formas de ellas: reconoce a Botticelli andando por las calles.
Picón Salas toma como compañeros de viaje a Stendhal y a Burkhardt. Dialoga con el francés y el alemán. Para los tres, Italia es la casa del sol y la primavera. Lírica y conmovedora es la exaltación de Stendhal de sus helados y el café, melancólica además. La sensibilidad de los italianos para él es viva e irritable. Se desvive por su chocolate y su Panettone así como por la música de Rossini: “música del estómago bien comido y del corazón bien regado, música que está-al alcance de cualquiera- en el aire de Italia y la contiene en sus vinos y los quesos y el imponderable café negro de los italianos”. Y más adelante: “Italia es la patria de la melodía, y la melodía significa la aventura puramente humana de los corazones”. La melodía tiene mucho que ver con la medida. Al hablar del arte en Italia, Stendhal hace hincapié en que la raza ardiente de los italianos encontró el arte para librarse del crimen o para purgarlo. Las pasiones pueblan el alma italiana. Se debate, de manera parecida a los españoles pero también de muy distinta manera (son dos talantes diferentes), entre cierto ascetismo y una pulsión pagana de la vida. Creo que por ello encontramos figuras como Galileo, Bruno, Savonarola, Leopardo, Pasolini: hombres que hicieron de una pasión de la tierra y el cielo, una forma. La fiereza y la vehemencia italiana se concentran en su arte, refinándose.
Tensa, densa, profunda la visión del catolicismo, de la política italiana por parte de Burkhardt. Para él, la gran pregunta es: “Mirar a Italia es pensar lo que seríamos sin ella”. Italia es la Arcadia alemana. La tierra de la luz, el equilibrio que sostiene a Europa, y con ello, hago peso en los espíritus del continente. “En solo doscientos treinta años, precisamente entre 1300 y 1530, aquí se crearon las grandes formas de la felicidad de que ha disfrutado plenamente nuestra civilización. La sombría danza de la muerte aquí se convirtió en animada danza de la vida. Emana de la tierra italiana, como de ningún otro suelo europeo, una poderosa voluntad enérgica”, nos dice. La línea de sus formas, su belleza concreta, la búsqueda interior del hombre la recorre.
Ardor en la medida. Esa es para mí la definición de Italia. La he encontrado en sus obras, sus calles, su comida, en los cuerpos de sus mujeres. Al igual que Picón Salas, los viajes que he realizado a Italia los he hecho con acompañantes literarios (la guía Manuel Díaz Rodríguez y de Alejandro Oliveros , por ejemplo). Encontré similitudes en las impresiones, a pesar de mediar más de cien años entre el viaje del primero y el mío. Más de dos mil años de impresiones semejantes hay. Y nunca pasa su belleza.

Ipod 2

Ipod2. Sketches from Spain (Miles Davis)

Es verano en sus finales, treinta y nueve grados casi a las cuatro de la mañana. Una niña de diez años mira al mar desde alguna orilla de Nueva York. A otra hora, del otro lado del Atlántico, otra niña mira el cielo desde el norte de Marruecos. Una ha dormido, la otra a trabajado todo el día. Tiene los ojos cansados y velados. A pesar de aviones y de buques que salen y llegan por aire y por mar, llenando de ruidos sordos de motor los espacios y ensordecen, no dejan de mirar, hasta que brotan lágrimas, lo que están mirando, fijamente en algún lado. Entonces, una empieza a taconear. Poco a poco. Luego la otra, lentamente. Van golpeando más fuerte o más fuerte o rápido según el ritmo de las olas y el viento que llevan consigo lo que el tiempo ensordece.
Llevan la calma a sus lugares, a pesar de las tristezas. Serenas a los suyos del insomnio y el cansancio. En lo alto de su baile, al fin llega la lluvia. Agotadas, se derrumban en la tierra.
Concierto de Aranjuez con una trompeta quita los zapatos a las niñas y las acuesta, al fondo, besándoles sus huellas.

Aeropuertos

Marc Augé llama a los aeropuertos no-lugares. También a las habitaciones de hotel, a las estaciones de metro o tren, a las autopistas, a los supermercados. Sucede que amo esos lugares (o no-lugares). También los puertos, las paradas de autobuses. El movimiento, el tránsito, el viaje, la ida, el regreso. Parafraseando a Cees Nooteboom, son lugares en donde dependemos de los otros. Otro conduce, es responsable de tu seguridad, coordina, atiende. Dependes de quien arregle la cama, de quien cocine, de quien marque tu ticket. Dependes de su puntualidad, de su sentido de la responsabilidad. Es decir, son esos sitios en donde aún somos, de alguna manera, nómadas. Puertos, hoteles, paradas, estaciones, adquieren su sacralizad por el tránsito, por el no vivir ahí, por la no permanencia. Somos por y desde la incertidumbre. Es decir, reúnen la esencia de nuestra realidad y posmodernidad. Augé lo llama sobremodernidad. Incluye a los medios de comunicación, es decir, el teléfono, el móvil, Internet, cámaras. Los determina como espacios en donde no hay intimidad en las personas. Discrepo de él. La soledad es intrínseca a nuestra naturaleza. Somos solos. Y reducir esos espacios a no-lugares, es no vivirlos desde la realidad fenomenológica de nuestro ser. La calle es el espacio del encuentro. Los no-lugares de Augé son la nueva plaza, el nuevo parque. Hablo de un espacio en donde se puede dar el reconocimiento del otro, desde la soledad de cada quien. Llenamos la mirada de lo que corre frente a nuestros ojos, de los olores que respiramos en el mercado, del vaivén musical de los otros en nuestros oídos. ¿Vivimos un tiempo de regreso al nomadismo, de redescubrimiento de él gracias a la globalización?, ¿hemos aceptado que todo pasa, que poco permanece por fin?
Todo viaje es un viaje hacia adentro también. Dormir, transitar fuera de los espacios cotidianos tuyos es salir de ti mismo. Solo así nos encontramos (o nos perdemos, cosa que a veces también queremos tanto). Estamos al descampado.