jueves, 30 de julio de 2009

Adiós muchachos

una noche de insomnio, el Hombre Nuevo se levantó y vió en el espejo del baño al American way of life Men. Se dieron cuenta que ninguno de los dos existe. "Estamos jodidos", se dijeron al unísono, los mismos rostros en el espejo. Una niña pasó en su mismo insomnio frente al baño y los vió hacerse humo. Libertad corrió a prender la tele con un plato lleno de helado, a ver comiquitas. Y Quino sonreía.

lunes, 27 de julio de 2009

Pranayama

Soy, más que un chef, aprendiz de cocina. Me entusiasman los olores que exhala cada plato que en mi insomnio cavilo y en mis ollas intento colar. La clave se encuentra en las especies: el cilantro, el ají dulce, el picante, la pimienta hacen todo en un plato. Desde la cocina, me encanta ver a los clientes recibir la comida desde la nariz: respiran hondo al tener al mesonero a pocos metros apenas y exhalan al tenerlo frente a sus ojos. Así fue con ella. Al llegar (todos pasan frente a la cocina para entrar al local) emanaba una fragancia que no era de aquí, un olor salado, húmedo, secreto. El mesonero me dijo su orden. La clave estaba en el azafrán. Lo hice, lentamente, y se lo envié. Sonrió al olerlo y volteó hacia la cocina. Pasó que me caí y me golpeé en la cabeza. Sentí perder el sentido. Me levanté y volví a verla, como llevo meses haciéndolo: sin maquillaje (así brota su hermosura, no tanto cuando se pinta para salir en la noche), su piel es blanca, pero como de un mármol húmedo, como piel que se dora bien al broncearse. Negrísimos el cabello y las cejas. Al salir, estaba esperándome. Llevaba el cabello recogido en un moño alto. Un blue jean roto en las rodillas,una franela blanca,un collar de coral rojo y unas sandalias completaban el atuendo. Miento, lo completaba un frescor que soltaba su piel a mis ojos, que me hablaba con un perfume raro, algo que uno ha olvidado para recordarlo de golpe ante su cuerpo.
Me miró profundamente y me invitó a su casa. Me quedé en el sitio. Por supuesto que asentí. En el camino, no recuerdo mucho sino su perfume, un olor picante y penetrante, a sal, a viento de mar, a naranjas, madera, azafrán. Me llegaba por ondas, por silencios en que abría sus labios para hablarme del Pranayama, de cómo todo estaba en el respirar. Al llegar a su casa, me dijo que esperara en un sillón pequeño y cómodo. Los colores destacaban: el rojo, el anaranjado, el amarillo. Anaqueles con Budas y piezas hindúes inundaban el lugar, pero sin ostentación. Ellos sabían que estaban ahí, no necesitaban decirlo a gritos. El piso de madera cubierto por dos alfombras enormes. Pocas lámparas, solo tres y dos apagadas. Una cocina pequeña, olorosa a especies. Dos fotos de ella: una practicando Yoga, otra recibiendo una medalla con una bata blanca.Al final, un pequeño jardín lleno de muchas pero pequeñas jaulas con pájaros. Azules, blancos, negros, verdes. La casa era ella y su fragancia al salir con un Sari como la casa: rojo, anaranjado, amarillo consumiéndose cada color en el otro. Estaba descalza y con el cabello más recogido aún. Llevaba un collar de perlas negras y pulseras de metal gastado en muñecas y pies. Distinguí tres tatuajes: uno en el cuello, otro en la parte izquierda de la espalda y otro en el tobillo. Los tres, letras en sánscrito. Se acercó y empezó a besarme los ojos mientras soltaba los botones de la camisa. La tomé por la cintura para atraerla y riéndose me dijo: déjate guiar. Me desnudó y fue a la cocina. Regresó con una tapara de madera con un líquido adentro y una esponja. Me tomó de la mano y me llevó a una estancia escaleras abajo. Cinco velas grandes iluminaban el cuarto. Me acosté sobre el piso. Estaba caliente. Entre las rendijas de la amdera surgía un vapor con un suave olor a sándalo. Tomó la esponja y en cuclillas empezó a mojarme con el líquido tibio. Sentía que me picaba y relajaba a la vez. Comenzó por el pecho, luego mis brazos y abdomen, mi espalda y terminó en mis piernas y mi sexo. Desde que la vi salir del cuerto estaba erecto, pero al llegar la esponja a la punta del pene, creí reventar. Sentí que en cualquier momento iba a eyacular, pero ella comenzó a acariciarme los testículos con movimientos lentos, apretándolos y viéndome serena. Me calmé. igual hizo cuando empezó a desnudarse y vi su cuerpo entero. Otro tatuaje adornaba su vientre (era Krishna) y una cadena de oro rodeaba su cintura. Toda ella estaba bañada en un aceite brillante y oloroso. Acercó un cojín grande y lo puso detrás de mi cabeza, para luego sentarse en posición de loto sobre mi. La penetré. Puso sus pies debajo de mi espalda y empezó lentamente a subir y a bajar, sontenida por mis brazos. Su voz, dulce, se enronqueció y entrecortó, y repicaba con ecos por toda la habitación. Luego se acostó en posición de Cobra y me invitó a penetrarla otra vez. Lo hice con furia, ante lo cual me miró con compasión y me invitó a seguirle el ritmo a sus caderas, lentas y constantes. Luego, aún dentro de ella, adoptó la Halasana y me dijo que me detuviera. El silencio fue completo, solo se escuchaba la respiración de ella, la mía, y el canto coral de los pájaros. Así, fue recorriendo cada asana del Yoga conmigo. Cada vez que me veía de bruces contra la madera del piso, un susurro suyo, con esa voz suave pero honda, me devolvía el orden a mi cuerpo. Mordí sus pechos y su cuello, lamí su lengua y sus sexo. Penetré cada parte de su cuerpo y en algún momento, me desvanecí.
Volví en mi y estaba en el cuarto de una clínica. Estaba vestida con una bata blanca y una taza en la mano. Bebí de ella. Intenté moverme y no pude. "El golpe que te diste fue muy fuerte", me dijo antes de salir de la habitación. Mi cara fue de desconcierto al ver a mis compañeros de trabajo, a mi jefe, y a dos de mis clentes frecuentes. "¿Donde estoy?", dije. "En el hospital. El golpe que te diste al caer fue muy grande. La mujer a la que le cocinaste de último es doctora y te trajo. Claro, varios te acompañamos. Te volviste como loco. Dabas manotazos, ponías cara de delirio, agarrabas a la doctora mientras te ponía alcohol en la cabeza.La sobabas, intentabas besarla. Tuvo que hablarte pausado, como a un niño chiquito".
Lo único que hice entonces fue sumirme en silencio. Me negué a hacer comentario alguno.
En un viaje a Bombay,hace años, conseguí una imagen de una diosa hindú. Cada noche, al voler el dolor a la cabeza,en mi consecuente insomnio, prendo incienso a ella para calmarme.
No lo logro. La imagen es igual a ella:Una mujer que me sonríe alrededor de un olor denso, con un dejo de alcohol y mercuriocromo. La recuerdo y más bien el dolor aumenta. Meretriz mía, omphalos perfecto.

Tríptico de luz y hembra

En Provenza, Cezanne se refugia de la zátrapa de París y de su madre. La relación con su mujer es tormentosa. Se empieza a distanciar de Pizarro y de Zola.Al final ha heredado dinero. Pinta entonces, a la luz del mar cercano, sus mejores cuadros:esa geometría exacta, ese movimiento y textura sensual de las cosas. Frutas que se pueden tocar, cuerpos que son cuadros, cuadros que son cuerpos extendidos.
En New Orleans, un joven Degas mira el Golfo de México, al borde de la desembocadura del Mississipi. Observa los caballos y su movimiento. Al marchar a París los pintará mientras imagina a muchachas bailarinas al natural, en movimientos libres, en su plena animalidad.
En Macuto, Armando Reverón manda el mundo al demonio y se dedica a pintar la luz y a componer sus muñecas, inocentes y puras en su estabilidad, mientras su mujer le enseña el sentido de la libertad al seguirlo con sus bamboleos.
El Golfo de México, el Mediterráneo y el Caribe arrojan su luz sobre las hembras y, en su movimiento, nace la pintura moderna en ambos lados del Atlántico: una luz paralela a cualquier ola en el fondo de un vientre abierto que nos mira, solemne.

Esta lengua que me aprendo

Me sé el menos aventajado de tus alumnos.
Me cuesta deletrearte el cuerpo.
Soy torpe, lo sé, y me lo recuerdan apropiadamente amigos más avezados.
Pero uno te sabe en el paladar y empieza a chuparte como durazno que se abre.
He visto el punto exacto en donde disfrutas la caricia y se blanquean tus ojos, y aún así me miras.
No conozco las artes de subir balcones y por eso las alturas gramaticales de tu cuerpo me hacen trizas.
Te espero al final del parque y, cuando nadie te mira, te rapto y violo detrás de un banco, en los últimos árboles, hacia una esquina. Tapo tu boca y te acaricio. Sólo entonces habla tu cuerpo para mi, te entiendo y puedo aprenderte cada día.
Así, siempre ando al acecho. Sé muy poco de metodologías. Solo cumplo con devolverte, magreada pero vestida.
Así aprendo a escribirte, lengua mía: del balcón donde te miro y no comprendo, a la cama de hojas en que te acechan manos y boca que aún así son tuyas y no mías.
Sólo desde el rapto te comprendo, solo desde el deseo puedo leerte y hacer de tus palabras un hervidero de saliva.