jueves, 23 de junio de 2011

HISTORIA NATURAL DE LAS COSAS (MUDANZA DENTRO DEL POEMA)

Hay objetos que no viajan nunca. Permanecen así, inmunes al olvido y a las más arduas labores que imponen el uso y el tiempo. Se detienen en una eternidad hecha de instantes paralelos que entretejen la nada y la costumbre. Esa condición singular los coloca al margen de la marea y la fiebre de la vida. No los visita la duda ni el espanto y la vegetación que los vigila es apenas una tenue huella de su vana duración.

Álvaro Mutis, Caravansary


Una mudanza es un suceso metafísico más que físico. El desplazamiento es interior en su esencia. El movimiento de cientos de cosas, objetos fundamentalmente, hacia otro lugar, es un asunto proteico. Un lugar se transmuta cuando los objetos y situaciones que ocurrían en él ya no están; otro lugar igual, al recibirlos. Estantes, mesas, lámparas, butacas, sillas, de una librería son el sostén, el espacio en donde el tiempo del saber humano, los libros, viven.

Las cosas duermen de día. De noche
Se disuelven y, a menudo, jamás regresan.
Hay seres que detentan el privilegio
De revelarnos maderas, objetos, muros,
Signos, escombros, cristales, piedras.
Esos alucinados personajes
Inventaron la letanía de imágenes
Que el lector verá enseguida.
No los envidio. Saben demasiado.

Nos mudamos en abril del 2007. Estuvimos en el primer local 3 años y 5 meses. La mudanza no tuvo trascendencia por la dimensión de su desplazamiento (nos mudamos de un local a otro al lado) sino por lo que significaba. El primer local estaba lleno de energía, de recuerdos, vivencias, paso de los hombres y mujeres en él que dejaban sus sorpresa al encontrarse un libro en particular, la vagancia de sus dedos por los libros, el recorrido de sus ojos por portadas, páginas, letras. Largo, estrecho, el primer local tenía ese aire de intimidad que muchos anhelaban en una librería en la ciudad. Era la biblioteca de la casa de alguien: la gente se sentía en su casa, libre. Era la catacumba de varios adictos a los libros y su reflejo: la intimidad que significa la lectura. La mudanza de las cosas, los objetos se hizo en 5 días; la de los libros tardó mucho más. Había que acostumbrarlos a su nueva casa, darle cuarto nuevo a quien lo pedía, tratar de complacer a todos. Los libros son sumamente demandantes. Tienen el orgullo del pobre y el sentido aristocrático del rico. Habituarlos a su nuevo hogar no fue fácil. Sentíamos que los objetos no cooperaban.

Porque las cosas no son huella
Ni símbolo del paso del hombre.
De él las cosas reciben, apenas,
Ese primer impulso, esa inicial
Y tenue energía que las conduce
Al intacto laberinto de las representaciones.
Y van viviendo, las cosas, por su cuenta,
Van perdiendo el rastro
Que en ellas no nombraba
Y acaban instaladas en su propia existencia,
En el agua lustral que las mantiene.

Odio las cajas. Son como el sarcófago de los libros. Los libros quedan embaulados y no respiran, no se pueden mostrar, no pueden extender sus alas. Muchas cajas se llenaron de libros, decenas de cajas. Ellos sentían su reposo, como eran llamados a esperar más tiempo del pensado para salir de la mano de alguien. Se volvieron huérfanos de librero, del que los cuida y protege. Eran esos niños que escondían en la Inglaterra de Dickens para que nadie los mirara ni extendiera su caridad hacia ellos. Estantes se vaciaron y llenaron de libros, pero otros estantes se vaciaron y se llenaron de otros pobladores. Varios libros nos demandan regresar al mundo de los vivos aún hoy.

¿Qué, sino nuestra sólita torpeza,
Puede pretender que las cosas
Tengan peso y estén sujetas
A la física imutable
Que insiste en su propia necedad?
No. Ya lo sabemos. Las cosas toman otro camino
Y en una encrucijada, sólo por ellos conocida,
Las esperan estos gambusinos de la nada:
Los fotógrafos de un tiempo que no fluye.
Allá ellos. Desde ahora me desligo
De sus empresa. Muy lejos se atrevieron
En su viaje. Hace mucho que las cosas
Nos dejaron para poblar otros dominios
Y manifestar allí su especial sobre vivencia.
Nos han dado la espalda y, ahora,
Somos nosotros los únicos escombros,
Objetos sin voz y sin destino.

Mudamos todo igual, no agregamos mayor cosa, fuera de algunos mesones más. Y reparamos los viejos, doblados por el peso de los libros como viejos elefantes. Nos llevamos la butaca verde y el sillón marrón que invita a reposar los afanes. Las sillas de madera de la mueblería Azpúrua, que enloquece a cuanto arquitecto y diseñador existe. Los estantes viejos y varios más nuevos como hermanos. El mueble de la caja y el escritorio de Katyna. La máquina de escribir vieja, el ventilador antiguo y la lámpara pequeña. El nuevo local es más grande, solo que la gente no se percata hasta que lo camina. Pocos ven que el primer local era algo así como El viejo y el mar, corto, íntimo, intenso, conciso, en donde la soledad reposaba y el nuevo es Por quien doblan las campanas: en donde la complejidad de lo colectivo, de las personas, del espacio se hace presente. Hay que caminarlo para encontrar su esencia, no basta con pararse en la entrada y ver hacia el final. Es un poema de Sánchez Peláez: hay que saborearlo, apelar a elementos inconscientes, palparlo en el aire. Este nuevo lugar es una piragua, piraguita.

Inútil desgastarnos en la brega
De otorgar a las cosas un sitio
Que no les pertenece.
Lector: adiestra tu memoria,
Recorre estas imágenes. No son ya
De tu dominio, no volverán a ti jamás,
Ni guardan para ti secreto alguno.
Eres tú quien regresa hacia la nada.
Los bancos de madera en el fondo de la mina.
La casaca y el chaleco mancillados.
Los maniquíes en su atónito desnudo.
La inocente mutación de la basura.
Los cables contra el cielo.
Las camas y los peces.
Los sombreros minuciosos.
Los cerdos de yeso y los amargos cactus
Con fondo de tormenta.
El cohete y los hábitos talares.
El manido erotismo de la bañista
Que nunca tendrá dueño.
Los odres al sol.
El bacalao que olvidó el marino
De la Emulsión de Scout.
Los vagos jardines olvidados.
El hielo y su fúnebre episodio.
La canción de esa esquina con colores
Más tercos y evidentes que la vida.
La madera y sus nudos esenciales.
Ese Cristo que huye del suplicio.
La estulticia insondable de las figuras de cera.

Botellas, máscaras, esculturas, cuadros, fotografías, cajas de música, bancos de madera y otros materiales, imanes, cartelera de metal, puerta de vidrio, lámparas y lámparas, mesas, sillas, radios, estantes….objetos, objetos que llegaron y siguen estando como la momia de algún muerto. La intemporalidad de ellos, su esencia espacial, nos recuerdan los lazos que cada uno tiene con la muerte: inerte, silenciosa, presente. Cada libro en una librería es ese espacio de tiempo de vida que nos queda: ¿Cuántas historias te quedan por recrear?, ¿Cuántas páginas para recordar ese dolor que te marcó?, ¿Cuántas letras para aferrarte a esa memoria que te dejaron tus ancestros? Los libros son huella de nuestro paso por el tiempo: mucho ha existido y mantenerlos, conservarlos, leerlos significa que mucho seguirá existiendo. Morirán esos libros, se romperán, desharán, se quemarán, se llenarán de moho gracias a algún aguacero como morirás tú y moriré yo.
Nos desplazamos entre el tiempo de la vida y el espacio de la muerte. La muerte es quien contiene, frena. Es el bosque que da límites a la ciudad. Es el río que cuando crece todo se lo lleva pero aún así nos deja navegarlo.
Leer un libro es el cruce de espacio y tiempo, de vida y muerte en la vida de cada quien.

Los muros, otra vez los muros,
Rostros de lo que nunca ha sucedido,
Lienzos de lastimada pared cuyo derrumbe
Se antoja inconcebible.
Y el viento que pasa o el aire detenido
Y tantas otras cosas que voy a nombrar
Y evaden la palabra y, sin embargo,
Allí están, despiertas en la noche,
Vigiladas por minúsculas constelaciones.
Allí están. Todas en su orden allí están.
Mírenlas bien: tal vez así ganemos un instante
A la muerte que espera para entrar.

En el local viejo hicieron una sala de cine. Nunca, en año y medio de habernos mudado, he visto una película en ella. Entré una vez. Comprobé que lo que tenía que estar estaba y salí: fantasmas, risas, vino derramado, una sensación a viejo que se respira con la piel. No sé si se sentirá eso aún. No me interesa ya averiguarlo. Esa vez le dije adiós y no pienso hacerlo más. El nuevo local me hace señas, me toma de la mano y me invita a volver con él.
La memoria se calma. En este lugar, somos el sitio de paso. Nada permanece y ese es el fin de una librería: que todos los libros salgan. Llegan otros y otros se marchan. Como las personas que entran y salen y los amores que llegan y como llegan se van.
Queda lo leído y ese anhelo de abrir los ojos un día y ver a Dante de la mano de Virgilio empezando su viaje, encontrándose a Homero, Horacio y tantos más. A Borges por ejemplo. A todos aquellos que quienes les vendí alguna vez un libro.


RR

P.D: autor del poema: Álvaro Mutis.

1 comentario:

  1. Estoy leyendo esto hoy, 01 de agosto 2013, y por la distancia en el tiempo siento precisamente que .... hay objetos que no viajan nunca.... Se detienen en una eternidad hecha de instantes paralelos que entretejen la nada y la costumbre...

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