TRES.
Caminé
hasta La California, crucé la zona de casas e industrias, y tomé el Metrobús
antes de Caurimare. Debía ir a La Guairita antes de encaminarme a Chacaíto. El
tráfico fluía. Poco después de montarme (no había puesto en el Metrobús), pude
ver a unos tres hombres y una mujer conversando. Los hombres, con camisa blanca
manga corta, corbata y una placa que decía: Iglesia
de los santos de los últimos días. Mormones. Tenían desde hace años una
iglesia en Caurimare, y habían captado muchos adeptos desde que construyeron la
Catedral en donde antes estaba Plaza las Américas. Dominaban en la zona de El
Cafetal. El consumo de café había desaparecido, entre otras cosas. Paganos.
Herejes. Mi mirada encendida fue captada por la mujer, en especial al ver mi
Biblia y mi vestimenta. Dirigí mi mirada hacia la ventana: justo pasábamos
frente a su primera Iglesia. Se habían ampliado: compraron los terrenos del
Centro Comercial Caurimare, donde antes según me contaban hubo un cine y
lugares donde comer. Parece que también un Quintas Leonor, esas ventas de ropa
por departamento, económicas. Ellos acabaron con eso. Extendieron la Iglesia,
compraron también una bomba de gasolina que había en frente y unieron los
espacios con un puente. Pagaban muchos impuestos a la Alcaldía: ellos lo
aprobaron de inmediato. Al avanzar hacia San Luis, pude ver que los tres
hombres me observaban con hostilidad. Uno, el mayor, rubio, claramente
norteamericano, me preguntó en un español que daba risa, qué hacía por esta
zona. Pensé en no responderle, en simplemente sacudir mis zapatos y apartarme
de ellos, pero no podía moverme por la cantidad de gente que había en el
transporte. Lo encaré: voy a visitar a unos hermanos. ¿Dónde?, me increpó. En
La Guairita, respondí. Hizo silencio. Ese espacio será también nuestro, dijo, y
sin más, continuó conversando con sus compañeros. La ira del Señor me empezó a
abrasar. Levanté el rostro y anuncié con toda la fuerza de mi voz:
Sin profecía el pueblo será disipado: más el que guarda la Ley, bienaventurado
él.
El siervo no se corregirá con palabras, porque entiende, más no
corresponde.
El
Metrobús entero hizo silencio. Ellos se batían de la rabia. Uno de ellos
intentó responderme. Su voz daba risa. La voz, infiel, le dije, la voz lo es
todo. El Señor habla por mi voz, porque mi voz es de él. Él habla a través de
mi, no de ti, y todos aquí pueden constatarlo. Cuando intentó replicarme, le
recité con la mayor hondura en mi garganta:
¡Ay de la ciudad ensuciada y contaminada y opresora!
No escuchó la voz, ni recibió la disciplina; no se confió en Jehová, no
se acercó a su Dios.
Sus príncipes en medio de ella son leones bramadores: sus jueces, lobos
de tarde que no dejan hueso para la mañana:
Sus profetas, livianos hombres prevaricadores: sus sacerdotes
contaminaron el santuario, falsearon la Ley.
Jehová justo en medio de ella, no hará iniquidad: de mañana sacará a luz
su juicio, nunca falta: más el perverso no tiene vergüenza.
Hice talar gentes; sus castillos están asolados; hice desiertas sus calles,
hasta no quedar quien pase: sus ciudades están asoladas hasta no quedar hombre,
hasta no quedar morador.
Dije: ciertamente, me temerás y recibirás corrección; y no será su
habitación derruida por todo aquello sobre que los visité. Más ellos se levantaron
de mañana, y corrompieron todas sus obras.
Esto
dice el Señor, les dije, en Proverbios y en Sofonías, pero su ignorancia no les
permitirá entenderlo. Esta es la historia de esta ciudad y de todas las
ciudades de estas regiones. Estas Iglesias, estos templos suyos, heréticos,
caerían por la fuerza de la voz del Señor.
Sin
responder, con la cabeza baja, se bajaron en la siguiente parada. El Metrobús
siguió su camino hasta el final.
Cuando
me bajaba, alguien me tomó por el brazo. Era Ismael. Me hizo señas de que lo
siguiera. Caminamos vía Santa Clara, en la misma ruta que la Guairita, y
entramos a un Parque. Me dijo que me sentara.
-
Jeremías, cómo estás. Me llamaste. Al
principio no te reconocí, sabes, por tu voz.
-
Le pasa a todo el que me ha conocido antes de mi
transformación por el Señor.
-
“Entiendo”, me dice sospechoso. Lleva unos lentes
oscuros, un sombrero, ropa casual y sencilla. “Te escuché en el Metrobús. Te
vengo siguiendo desde hace rato. Sonaste muy fundamentalista Jeremías, no eras
así cuando predicabas en la cárcel”.
-
Es que yo soy otro, Ismael. Otro. El Señor vive
en mí, en mi voz, y con ella cambio la vida pecadora de los otros.
-
¿Y si los otros no quieres cambiar?
-
Es inevitable. Estoy seguro que incluso ahora sí
lograré que te conviertas.
-
No, Jeremías. No. Mi alma es distinta. Hace
tiempo dejó de creer en encantadores de serpientes. Hace tiempo no, nunca.
-
Para mi es imposible eso. Yo no sufro de esas emociones.
Soy un hombre espiritual. Este cuerpo apenas es un pretexto.
-
……….
Ismael se me quedó mirando, cada vez más sospechosamente. Se quitó los
lentes y pude ver muchas cicatrices en su cara.
-
¿Desde cuando tienes eso?
-
Después de fugarme de El Dorado, fui a hacer un
trabajo y me atraparon al poco de partir de esa isla.
-
¿Cuál isla?
-
“Ah, ¿no lo sabes tampoco?” Hice silencio- “Después
del terremoto, la mitad de la montaña, del Ávila, se convirtió en una isla,
junto con el puerto a sus faldas. Se desprendió y avanzó en el mar. Jeremías,
por eso no dejan circular aviones ni nada parecido por el cielo aéreo de
Santiago. Por eso esta ciudad dejó de llamarse Caracas: ahora es otra”.
-
¿Sí aceptas que la ciudad cambiara pero no que yo
cambiara?
-
La gente cambia cuando algo horrible le sucede. Y
que yo sepa, en El Dorado a ti nadie te puso una mano encima.
-
Tienes razón, pero esos cambios también suceden
cuando el Señor interviene. Recuerda a Abraham, recuerda a Moisés, a Pablo.
-
Sí: todos muertos, en especial Pablo. Ese murió
de mala manera.
-
Ese no es el punto, el punto es que el cambio es
posible. Por favor, no discutamos más esto. ¿dónde está el chip?
-
Ya te dije la información que tengo Jeremías, ya
te la dije. Si tu me crees es tu problema. Ya nuestros caminos son distintos,
muy distintos. Mi trabajo es acabar con tu Iglesia, con las repúblicas vecinas
que los apoyan a ustedes. Lo siento, debo irme.
-
¿a dónde vas?
-
Me voy a Abreu y Lima, el país al norte de
Brasil, federado con ustedes.
-
No entiendo de qué hablas. Ese país no existe.
-
Te han ocultado mucha información. El mundo cambió
mucho, drásticamente desde hace tiempo. Venezuela, Brasil, Caracas, son cosas
imaginarias. El mundo tiene otros nombres, otras realidades. Y ustedes son un
anacronismo más.
Lo vi marcharse, y mientras lo hacía, apagué el grabador. Con este video
y este audio, podría hacerlo detener enseguida, apenas con pulsar un botón.
Todas las cámaras de la ciudad, las miles sembradas en ella, proyectarían su
imagen y sería encontrado inmediatamente. Pero me interesa averiguar primero la verdad. Si los otros tienen el chip. O si los míos lo tienen.
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