CUATRO.
Llegué
al estadio, vía Metro. Era un infierno: cientos de personas de las camisas del
equipo y sus colores, desfilaban delante de mí. Agazapado, fui avanzando hasta
salir al Parque Canaán, el gran espacio de áreas verdes en donde antes estaba
la antigua universidad, cerrada desde el 2012. Todos sabíamos esa fecha, pues
la enseñaban en el colegio como el año en que nos liberamos de los falsos
conocimientos, de las mentiras del mundo. Se intentó hacer una escuela de
Teología en ella, pero fracasó porque se inscribían los antiguos alumnos,
llenos de nostalgia, buscando seguir en sus aulas y por lo menos discutir algo
en ellas. Los expulsaron. Y al ser tan pocos los que quedaban, se decidió
trasladar la escuela a otro lado. Hoy, la antigua Catedral, derrumbada, brindó
el espacio para su existencia.
Avancé por la entrada de la avenida Los Profetas, y
caminé con la multitud. Llegamos rápido. Yo busqué a los representantes de la
Iglesia, y me hicieron pasar a los vestidores del equipo. Ahí, saludé a todos y
los invité a rezar conmigo. Algunos, los no convertidos, lo hicieron de mala
gana. Oré con más fuerza por ellos y le pedí al Señor que abriera sus corazones
al fuego divino. Alguno hizo un comentario burlón al escuchar eso, y lo fulminé
con la mirada. Luego que salieron todos, a prepararse para el juego, con las
voces de las multitudes furiosas y contentas, pedí que me dejaran solo.
Me
sentí en un banco y observé a mí alrededor. Muy pronto estos muchachos
regresarían a este vestidor con caras de derrota o de victoria. Debía hacer lo
imposible porque fuera lo último, y contaba con la fuerza de Dios para inspirar
a todos. Dios estaba en mi voz, en mi garganta, y sé que con su fuerza
ganaríamos.
Hice
silencio dentro de mí. Pensé en mi madre, mi padre, mis hermanos; pensé en Rita
y en lo que me dijo, e igual en Ismael; se me aceleró el corazón con mucha
rapidez al pensar en Karla, y me temblaban las piernas. Por último, recordé las
palabras de mi Pastor, y lleno de valor
me encaminé hasta la entrada del campo.
Al
salir, y estar en la grama, me di cuenta que este era el mayor templo de esta
ciudad. Este era el lugar para predicarles a todos, para convertirlos a la
gracia de Dios nuestro Señor. Me hicieron señas para que me acercara al medio
del campo y, luego de presentarme ante el público, me dijeron que luego del
canto del Salmo 5, el Himno oficial del país, podría empezar a predicar, pues
ya el canto de los andinos había sucedido. Hice silencio para cantar con todos:
Escucha, Oh Jehová, mis palabras;
Considera la
meditación mía.
Está atento a la voz de
mi clamor, Rey mío y Dios mío,
Porque a ti oraré.
Oh Jehová, mañana oirás
mi voz;
De mañana me presentaré
a ti y esperaré.
Porque tú no eres un
Dios que ame la maldad:
El malo no habitará
junto a ti.
No estarán los insensatos delante de tus ojos;
Aborreces a todos los
que obran iniquidad.
Destruirás a los que
hablan mentiras:
Al hombre de sangres y de engaño abominará Jehová.
Y yo en la multitud de
tu misericordia entraré en tu casa:
Adoraré hacia el templo
de tu santidad en tu temor.
Guíame, Jehová, en tu
justicia a causa de mis enemigos;
Endereza delante de mí
tu camino.
Porque no hay en su boca
rectitud:
sus entrañas
son pravedades;
sepulcro
abierto su garganta:
con su
lengua lisonjearán.
Desbarátalos,
oh Dios;
Caigan de
sus consejos:
Por la
multitud de sus rebeliones, échalos.
Porque se
rebelaron contra ti.
Y alegrarse
han todos los que en ti confían;
Para siempre
darán voces de júbilo, porque tú los defiendes;
Y en ti se
regocijarán los que aman tu nombre.
Porque tu,
oh Jehová, bendecirás al justo;
Lo cercarás
de benevolencia como con un escudo.
Al
finalizar, la gente del Deportivo Táchira estaba en silencio, y la barra de
nuestro equipo, gloriosa en el Señor. Entonces comencé mis palabras:
Yo me he sacrificado: me libré hace algunos de
aquello que me ataba a esta tierra. Soy un hombre, pero no lo soy tampoco. Soy
un hombre de Dios, en quien Dios vive, como puede y debe vivir en ustedes. Nos
ha enseñado él desde siempre a seguir su palabra: nos la enseñó Jacob e Isaac,
David y Amós, Job y Nehemías y por eso estamos aquí, en este gran templo, en
este estadio que es hoy un templo del Señor: ¡para glorificarlo derrotando a
los infieles andinos!
Gritos de
locura acompañaban mi prédica. Con el micrófono, se ampliaba mi voz, que es la
de Dios, hacia todos estos nuevos hermanos.
Desde aquel día en que renuncié a la tierra, a sus
placeres superficiales y sin sentido, soy un hombre nuevo, y ustedes pueden ser
hombres nuevos y mujeres nuevas también. Vean a este hombre que les habla, otro
por completo desde que es del Señor, otro por entero, bendiciendo a nuestro
equipo para su triunfo total.
Yo declaro, con esta bendición en nombre de Jehová,
que derrotaremos por muchos tantos a este equipo de infieles, de camisetas
amarillas, de acento despreciable. Nosotros, el pueblo de Dios, habitantes de
esta ciudad que es la Nueva Jerusalén del mundo, ganaremos este partido, así
como todo el campeonato.
¡Ha
hablado el profeta del Señor, aleluya!
La
última palabra resonó durante más de 10 minutos en todo el estadio, y
probablemente hasta Plaza Yavé y más allá. Al retirarme a mi asiento, supe
claramente que ganaríamos.
El
partido comenzó claramente a nuestro favor. Al minuto ocho, hubo un poste que
maldecimos. Luego el juego continuó con un juego frenético hasta el minuto 24,
en que hicimos el primero, seguramente de muchos, goles. El lugar se
estremecía. Loas y loas al Señor se entonaban de nuestro lado del estadio. Más
de cinco minutos de celebración tuvimos, en donde los árbitros no encontraban
qué hacer. Al reanudarse el juego, el equipo contrario comenzó a jugar sucio.
Nuestros jugadores terminaban derribados cada cinco metros. Dos tarjetas
amarillas solucionaron por un tiempo eso, pero el marcaje frontal continuó.
Entonces vino la hecatombe: en el minutos 42, en un descuido del medio campo,
metieron un balón desde atrás y el alero izquierdo de los contrarios corrió, lo
alcanzó, se quitó a uno de encima y pateó haciendo un tanto. Sin tiempo que
perder, el equipo reanudó el juego, sin resultados mayores. El primer tiempo
terminó 1 a 1, y se fueron al descanso.
No
podía creer lo que sucedía. Empecé a correr de un lado a otro, a increpar a los
jugadores y a rezar en medio de ellos en el vestidor, para llenarlos de ánimo.
Pero la tensión era muy fuerte, y no se preocuparon tanto por mí, sino por las
indicaciones del entrenador, que me miraba impaciente. Las lágrimas brotaban
como chorros. Me sentí maldito como Job. ¿Qué pasaba con mi voz?, ¿qué pasaba
con la voz del Señor en mí? Sin tiempo a pensar más, vino el llamado del equipo
al campo, y entonces supe lo que debía hacer. Corrí hacia el medio del campo
con el micrófono y pedí silencio.
Entonces
hablé:
No
deben dudar de nuestra victoria, hermanos. Más de 40 años pasó el pueblo de
Israel en Egipto, y el señor no retiró su mano de él. Nuestro hermano Job
sufrió mares, sin olvidarnos de nuestro señor, que murió en la Cruz por
nosotros. Apenas comienza el juego. Que la fe no nos abandone.
¡El Señor me dice que hay pecado entre nosotros en
este Templo!. Que no nos liberamos de aquello que nos mueve a creer. Estamos
todavía atados al pasado, y con ese pasado no podremos triunfar. ¡¡¡Libérense,
libérense!!!
Así,
poco a poco me fui quitando los zapatos y la corbata, invitando a todos a
hacerlo. Luego la camisa, y en todo me acompañaron los nuestros, menos los
jugadores por razones del reglamento. Arranqué la correa de mi pantalón e
increpé:
¡¡¡Con
el látigo del Señor derrotaremos a estos infieles; con su fuerza los
aplastaremos como a Sodoma y Gomorra!!!!
El
pueblo me acompañaba, y en el delirio de Dios me liberé de los pantalones, y
luego de mi ropa interior, invitándolos a sentirse libres en la Palabra divina,
a creer con fervor. Y entonces, el grito de estupor y vergüenza de muchos
resonó en el Templo.
¡¡¡Yo
soy un hombre libre, libre de esta tierra impura del destierro!!
¡¡Mírenme!! Hace años, siendo un hombre pecador,
violé a un hombre en la cárcel. Sí, lo violé. No tenía otra opción para
sobrevivir, me lo indicaron los matones del precinto.
Empecé a
llorar, y me puse de rodillas.
Por ese pecado mayor, un día decidí que debía
renunciar a mi hombría. Me castré. Si, me castré con un chuzo que me vendió un
Guardia Nacional. ¡¡¡Lo hice y no me arrepiento!!! ¡¡¡Lo hice y lo volvería a
hacer!!! Pues yo soy del Señor, y solamente de él. ¡¡Arrepiéntanse y
conviértanse al Señor, libérense de todo aquello que los ate!!
Bien nos dijo en los Evangelios: ¡¡si un ojo es
causa de pecado, quítate el ojo!! Yo he cumplido la palabra del Señor y él, por
medio de mis manos y mi voz, me dará la victoria.
Mientras
hablaba, de rodillas y abrasados los ojos por las lágrimas y el sudor, desnudo
en medio del campo, no me di cuenta que la mitad de nuestras gradas se
vaciaron. Ni de cómo el ruido ensordecedor de los insultos y escupitajos me
envolvían. Habían apagado el micrófono hacía varios minutos y mi voz no resonó
más en el estadio.
Varios
hombres me tomaron por los hombros, me cubrieron con unas sábanas y me
acompañaron hacia la salida del lugar. Ahí, me entregaron mi ropa y mi Biblia,
y se retiraron. Pero yo no me resigné. Sin que se dieran cuenta, subí hasta los
escalones más altos y en silencio, pues había enronquecido como jamás me había
pasado, vi a nuestro equipo ser humillado 3 goles a 1, sin contar los dos
expulsados por tarjeta roja.
No
podía creerlo. Grité, grité desesperado, porque el Señor me había abandonado.
Me quedé sentado en ese lugar, escondido, mientras se vaciaba el estadio y vi algo
que me aterrorizó: en la pantalla grande, estaba el rostro de Ismael mirándome.
“Escuché todo”, me dijo con todo el eco del lugar. “Por
lo menos, a ellos no los engañaste”. Y se fue de la pantalla.
Salí
del estadio por la salida hacia Plaza Yahvé, y ahí corrí por el puente sobre el
río.
Bajé los hombros y quedé desnudo, desnudo en ese puente iluminado por
la hora de la torre Sión. Iluminado por la hora de encontrarme con el Señor.
Lancé la Biblia al río. Y enseguida la seguí.
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