CINCO.
Paró el autobús en la Torre Europa; a
la altura de la Avenida Solano ya había pagado el pasaje y se vio avanzando
hacia la Avenida Libertador. Era temprano; no había tomado café. Lo iba
saboreando y respirando con los ojos cerrados, olvidándose de lo sucedido en la
madrugada. Ya El Rosal no es como antes, mucho menos Sabana Grande. Eso le
dijeron desde que llegó a la ciudad. Al entrar en la Andrés Bello, dando el
autobús un giro, abrió los ojos. Pronto llegaría a la Iglesia de la
Chiquinquirá y tendría que bajarse. Quedó atrás la Avenida los Jabillos, quedó
atrás Niní & Amalia. Bajó por la larga avenida, otra vez hacia la
Libertador, ahora a pie. Fue contemplando los edificios, la vegetación, las
personas y sus perros. Los mira con piedad; piensa, llevado por la costumbre, acercárseles,
pero no se siente con fuerzas. Apretó el libro de siempre en sus manos. Alzó la
vista al cielo, murmuró unas palabras y siguió su camino. Al llegar a Kristy
Café, fue por un guayoyo. Se bebió dos. Grandes. Hirviendo. No podía con la
tristeza ahora que se encontraba tan cerca de la funeraria. No era la de la
esquina, la más grande. Era esta, la que tenía al frente. El café le dejó la
lengua seca, algo que solía atormentarlo. En la entrada vio a Juan, el viejo
compañero de la cárcel y más allá, al Pastor, que era su objetivo. Pero él vendría después.
Recordó las palabras de Jeremías en la cárcel, esas que pronunció una vez, luego de convertirse: nada podrá salvarlos a ustedes.
Recordó las palabras de Jeremías en la cárcel, esas que pronunció una vez, luego de convertirse: nada podrá salvarlos a ustedes.
Marcó el teléfono, y transmitió las
ocho grabaciones que tenía: todas las cinco historias. En cuestión de minutos, le llegarían a sus
jefes. Sería de utilidad para la Resistencia.
Pidió una botella de agua, canceló, y decidió,
al fin, entrar a ver el cuerpo sin alma del Profeta.
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