martes, 31 de agosto de 2010

Línea 4: Zona Rental

Zona Rental

Desde la muerte de Sofía, las cosas con Pedro se pusieron, Aldonza, cuesta arriba. Antes de sus quince años había tomado un bolso y se había ido, dejando en la casa un vaho a derrota, a pérdida, semejante a la del boxeador cuando recoge sus cosas y se da cuenta de algún diente suyo que debe haber quedado en la lona y es ahora propiedad de alguno que lo utilizará para rezarle ensalmos. Fue un domingo su partida, entre mayo y junio, tiempos de día de la madre y del padre. Los tres años de la partida de su mamá no eran para celebrarlos; nosotros nunca celebramos el que me corresponde. Menos con la llegada de su pubertad, de la cercanía de su adolescencia. Nunca supe manejarlo. Sofía lo suavizaba, lo ponía mansito. Yo fui incapaz de ese heroísmo. Fui incapaz de por sí de ser el héroe que todo chamo se supone busca en el padre. No soy fuerte, no resuelvo, soy dubitativo. Mi trabajo no es admirable tampoco. Los padres de los amigos de Pedro, los pocos que existen realmente en el barrio, los que no marcaron la milla ante la noticia de la barriga, del embarazo inesperado, eran en su mayoría obreros colombianos. Cargadores de tierra, electricistas, hacedores de edificios, siempre tenían algo nuevo que mostrar: un baño, un terraplén, una cornisa, el asfaltado de una calle. Obras eran lo que mostraban, creaciones de sus manos. Los hombres somos hacedores, creadores, gente que resuelve los asuntos de los otros, de ellas, de los hijos. Así nos enseñaron. A pesar de las cervezas o el aguardiente de los viernes, los obreros cumplían con su mercadito para la casa, con sus juguetes simples para los muchachos. Los colombianos, digo. Los venezolanos se empipaban casi todo y de vaina una Harina Pan y un litro de leche llevaban a casa. A lo mejor una ñinguita de café. Más nada. Mi caso no es de hacedores. Soy conductor del Metro. No chofer de Metrobús, no esa vaina que significa ser un camionetero con corbata, no: conductor de Metro, Operador. Tengo veintitrés años siéndolo, chama. Inauguré la línea 2, allá en el 87 y ahora inauguro la línea 4. Los jefes confían en mí para eso. Y me gusta, siento que abro caminos nuevos para los habitantes de esta ciudad, los que se joden. Pensé, además, que esa labor era digna de admiración por parte de Pedro, o que podría serlo. Pero nunca fue así. Cuando estaba pequeño y lo paseaba en la cabina, sufría de un terror sin fin al adentrarnos en el túnel. No le gustaba, le tenía pavor. Las pocas veces que lo intenté, en las noches sufría de pesadillas y corría a nuestra cama. Se aferraba a su madre y me daba la espalda. Entendía que era apenas un carricito pegado a las faldas de su mami, pero con el tiempo las cosas no cambiaron. Era tanto el pavor que le daba el metro, que solo podía soportarlo de la mano de su madre, y con lágrimas en los ojos. El asma se le complicaba además, se bombeaba sin parar. Sofía tuvo que inventarse una ruta en la superficie para llevarlo al colegio, lo que significaba que debía salir más temprano del barrio. Eso lo hace solo una madre. No fui el ejemplo para mi hijo, el gran tipo. Yo pensé que todo se resumía en trabajar, ser honesto, estar pendiente de que nada le faltara, eso. No funcionó, Aldonza.
La nueva línea tiene cuatro estaciones. De ahí empalma con Plaza Venezuela y la gente se va a Coche o la Universidad. Faltan estaciones en ésta línea, no se compara con la Línea 1 ni las otras. La siento como un atajo para llegar Plaza Venezuela, más nada. Y ya yo voy perdiendo los tiempos de los retos. El sindicato cada día se pune más duro, más cerrado. Me he ido desligando. Tengo mis beneficios, tengo mis años de trabajo y mi jubilación. No quiero más nada: ni peos con el gobierno, ni bajos asuntos, ni huelgas. Un sindicato es una mafia legal, y llevo años haciéndome el loco ante esa mafia. Supongo que hasta eso me lo recriminaría Pedro: no cogiste unos reales, no ascendiste. Más de veinte años metido en el túnel. En el hueco negro, oscuro, feo. Escondido como un topo. Caminando hoyos. Encuevado.
A veces Sancho me entiende las vainas, los caprichos. Desde el primer día en ésta línea nueva, me ha entendido definitivamente. Antes le costaba, me ponía en dudas todo lo que le comentaba. De bolas, para alguien que se encarga de darles coñazos a los ladrones detrás de las puertas grises de las estaciones, de aleccionarlos desde la inauguración del Metro, nada sorprende realmente. Ni siquiera recoger las manchas de sangre, huesos y excrementos que dejan los suicidas cuando se lanzan, cosa que empezó a hacer desde la llegada de la línea 3. Los humoristas, los llama. Los jodedores, cuando anda encabronado. Sancho llegó en los setenta a Venezuela, hacia los finales, a trabajar con los franceses. Era un duro en su vaina: organizaba las cuadrillas de obreros, enseñó a un gentío, vio gente perderse en los huecos abiertos en la tierra. Peruanos, bolivianos, colombianos, criollos cayeron y no volvieron. Recuerda al papá de Sebastián. Recuerda cuando el papá de él desapareció, así, sin dejar huella. Uno nunca puede aprender a manejar eso, Aldonza. Un día no aguantó más y pidió cambio, después de la inauguración de la línea 1, en el año 85 si no recuerdo mal. En España, a pesar de lo bajo que era (le llevo una cabeza) había sido boxeador. De eso vivía en sus años mozos. Luego de fugarse del seminario de curas, se mantuvo en las calles echándole pichón a punta de coñazos. Y a punta de coñazos llegó a Francia, cruzándola en tiempos de visitar al santo en Compostela. Se mantenía vendiendo estampitas y otras cosas en el camino, en especial a los gringos, que ni de broma recorrían ese camino a pata. Con dólares, pesetas y algunos francos llegó al lado vasco en la otra cara de los Pirineos y se presentaba como “El gran Panza” en los cuadriláteros. Panza tenía, pero también un jab de izquierda que dejaba pendejo y lelo a más de uno y que quebraba todo a su paso. Un día lo bombearon entre varios en un bar, (lo aventaban por los aires), se ladilló de arreglarse la nariz quebrada, y se enroló como obrero en una construcción de bodegas vinateras. De ahí, bordeando Francia, llegó a Marsella, a Lyon, y de un solo golpe brincó a París. En cada avanzada hacía más plata en mejores construcciones. Ya siendo experto con los años en trabajos bajo tierra, lo encomendaron como buen trabajador en Rotival, luego lo picharon a la gente de San Francisco y con ellos llegó a Caracas. No tuvo rollos en venirse, nada lo ataba. Nada, hasta que se empató con Teresa y tuvo una carajita. Sancho, Aldonza, es mi pana, quizás el único que me quede en la compañía. No suelo hablar con más nadie. Cuando cuadramos los horarios, almorzamos por su casa en San Agustín o a veces en las noches nos llegamos por Bellas Artes a tomarnos unas cervezas. Los ojos grises, opacos de Sancho, me miran entre birra y birra. Me miran con compasión, con piedad, quizás de lo poco que le quedó de tiempos del seminario, además de un ritual de despedida que le hace a los suicidas cuando recoge sus cuerpos: saca una botella de vino de cocinar, la esparce por el lugar antes de aplicar el líquido para limpiar los rieles, y dice “la sangre ahora se purifica con la carne, y se hace una con la tierra, sus metales, sus miserias. Púdrete, cadáver”. Hace la señal de la cruz como lo hacen los ortodoxos, para llevarle la contraria a la Iglesia romana y ser más hereje de lo que es, y se tira un peo. Es una mierda, pero por lo menos considera las almas de esos malditos. Un día me comentó que, desde que existe el Metrocable, la vida terminó de ser una perfecta ironía. Él, topo, que siempre ha vivido bajo tierra, ahora moviéndose por los aires. Que le provoca lanzarse de clavado y ver si cae cerca del Calvario. Se ríe. Yo me orino de la risa. En su dureza piadosa también me dice que me olvide de mi carajito. “Pedro es un hombre y se marchó, déjale hacer su vida y sigue con la tuya. Así son las cosas siempre”. Sancho me escucha mis peas, esas en las que nunca lloro y me da por hablar más pausado de lo que hablo. Y le cuento lo que veo dentro de los túneles. Sólo tú y él saben de los espantos. En cada línea lo que veo cambia. En la línea 2 se veían indios. Indígenas. Caribes. Me hacía señales, me gritaban, hacían señales para que me detuviera, golpeaban el vidrio. Al principio, me chorreaba. Pensaba que no duraría en el trabajo. Luego, me concentraba en acelerar unos segundos más de lo que debía, y cerraba los ojos. Los rostros se veían en los trazos de luz cuando ya todo el tren estaba adentro del túnel. Pensé que con el tiempo lo manejaría. Al pasar a la línea 3 se sumaron rostros de blancos, de gente vestida para una gran comida, arreglada, cadavérica pero arreglada. Veía que increpaban con voces, pero nunca pude entender del todo qué decían, así me esforzara en leer sus labios. A esa velocidad, era muy difícil. Una vez hicieron un Congreso de sistemas subterráneos de transportes, y entre copa y copa, un argentino me comentó que en el Subte no era muy distinto, más en las rutas viejas, las cercanas a Plaza de Mayo. Decía que eran los muertos de la Boca, pues el subterráneo no llegó nunca hasta allá. Los mexicanos eran más exagerados: aztecas, el mismo Moctezuma, conquistadores, los franceses que invadieron hace más de cien años, y hasta los abandonados por los rescatistas en tiempos del terremoto de hace unos años. No les creí mucho, el metro allá no es subterráneo. Pero los gringos de Nueva York o los mismos franceses de París, tan serios y tan comemierdas, pelaron los ojos cuando lo comentaba. No dijeron nada, pero sé que sus historias no serían tan distintas a la mía. Sancho solo tenía una palabra cuando le contaba esto: superstición. O varias: “perdóname mi pana, hermano, que de todo lo que me cuentas, Dios mío… perdón, debo decir más bien el diablo… si te creo algo”. Ateo como era, ateo militante además, que se encargaba de dejar volantes en los asientos de los vagones, decía que eso era simplemente paja. “No es a espectros a lo que hay que tenerle miedo, es a los vivos y cómo manchan los rieles cuando se matan o como lloran cuando le destripas las bolas con alicates”. Tú no crees en nada, le increpo. “No, no creo en nada, respondía”. Y era verdad: tratar con ladrones y suicidas endurece. “Eres duro entre tanta miseria en la que trabajas”. “No”, me decía otra vez:” Mámate el franquismo para que veas lo que endurece. Ustedes en este país, en donde llevo años viviendo y culeando y trabajando y esperando la muerte sonriente y negra, perdieron el fogueo, la conciencia del dolor, de pasarla mal. La democracia los volvió un masacote, los volvió pupú, gente sin guáramo (una de sus palabras criollas favoritas, que repetía como un mantra). Se volvieron débiles. Yo escucho los cuentos de los que no son de acá y lo confirmo. No han llevado palo del bueno desde hace años y así no se hace el carácter. Tú podrás ver fantasmitas, todos ven fantasmitas acá, eso no te ha hecho más fuerte”. No sabía nunca que responderle cuando me atacaba con esas palabras. Bajaba los hombros. Me despedía con un leve “hasta mañana”.

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