Viernes, hora Sexta
No es mucho el cuidado de las ciencias en Amaurota. Desde
que nos trasladamos aquí, a la capital de la isla, vemos que las libaciones del
licor local son lo predominante. No son monjes medievales estos individuos. No
es el conocimiento lo que más los mueve a actuar. La agricultura, la
albañilería, la herrería, son oficios ocupados principalmente por los
extranjeros, que son muchos y llegados en diversas oleadas. Algunos, la
mayoría, son de costumbres bastantes similares a los lugareños. Otros no, de
ninguna manera. Las ocupaciones más fatigosas son realizadas por las mujeres;
los hombres suelen optar por las más livianas, rápidas y que produzcan más
riqueza inmediata. Cada familia tiene una ocupación y suele heredarse el
oficio, pero si alguno de la familia no desea seguir esa labor heredada, puede
optar por otra familia, que lleve el oficio que más prefiere. Esto suele crear
problemas. Casi nadie quiere seguir los oficios de la familia; aspiran a los
que ofrezcan facilidades, más licor, comida, etc. Por ello, hay familias muy
numerosas y otras de pocos miembros.
Eligen a los traniboros anualmente, pero rara vez los
cambian. Los traniboros, mensualmente, se reúnen en la Casa del consejo a
deliberar con el Líder. Esto se hace saber por mensajeros a todos las ciudades.
Por ser corta la distancia, se va contando con apenas retraso. Los mensajeros
son veloces, sanos, generalmente muchachos y muchachas de 15 años de edad. Al
principio, se hacía el Consejo de ciudad en ciudad. Luego, decidieron invitar a
una familia por ciudad a participar. Los debates suelen ser rápidos, casi
siempre hacia medianoche. En la madrugada, ya los habitantes de la isla se
pueden enterar de la resolución. Los mensajeros se convierten en pregoneros en
las cuatro puntas de la ciudad y en el centro.
Tener alguna consulta o resolución pública fuera de lo
establecido anteriormente, sobre las actividades de la isla, significa la
muerte. Las discusiones en el Consejo son deliberaciones eternas. No se llegan
a conclusiones, a menos que beneficien el estamento mayor de sifograntes y
tanoboros. Todo son aplazamientos para próximas sesiones. No es bienvenida la
reflexión. Quien es rápido de palabra, y palabras con chispa, es celebrado con
aplausos. El oprobio reina. La burla descarada también.
He asistido a pocos Consejos, pues el magistrado a quien
sirvo no suele sentir afecto por ello. Lo agradezco, pues me permite revisar
mis escritos viejos, continuar estos apuntes y leer más sobre los múltiples
datos que organizo y que me hablan constantemente, aunque no logre traducir del
todo lo que me anuncian y a veces gritan desaforados. Las versiones digitales
de la isla llegan apenas al año 2018. La virtualidad es ínfima, y las imágenes
se perciben borrosas, aunque el sonido, aumentado por el desgaste de los años,
permanezca. Todo lo he grabado. Ninguno del otro lado, en especial Candela,
podrá quejarse.
Sábado, Vísperas.
De todos los individuos que he conocido en la isla,
ninguno como Bertorá. Ni el Sheriff, ni Francois, ni Seamus se le igualan, y
eso que hablo de individuos extraordinarios que he conocido, aunque he hablado
poco de ellos en mis cuadernos. Me recuerdan gente de mi pasado, las pocas
personas que recuerdo. De las mujeres, quizás Candela, que quien sabe donde
estará ahora. O Leonor, aunque Leonor es aún muy joven. Hay en Bertorá una
mirada que recuerda la de un legionario romano. Probablemente se disgustaría si
le comentara esto, pero me atrevo a decirlo sin penas ni vergüenzas. Más que un
legionario, es un hijo de Lucrecio. Su Biblia es De rerum natura. Su Biblia laica, la llama. Ni el estoicismo del
Sheriff, ni el cinismo de Francois, ni el escepticismo de Seamus se le igualan.
Todos son amigos eso sí, trabajan en la misma comunidad prestando sus
servicios. Son extranjeros, llegados en fechas distintas: 2011, 2018, 2003 y
2025 respectivamente. La que tiene más tiempo en la isla, es Francois. Negra,
nativa de las islas hundidas por uno de los maremotos, vivió en París hace
muchos años. Fue secretaria del poeta Aimé Cesaire, pero renunció a la poesía.
Llegó apenas murió Cesaire, lo que quiere decir que vivió la catástrofe aquí en
la isla. Nunca deja de hablar de él, a quien admira profundamente. Nunca fue a
la universidad, dice que su universidad fue él. Solo lamenta no haber dejado un
discípulo, pues no quedará quien continúe el trabajo en la comarca. Le sigue El
Sheriff, quien se encarga del transporte de mercancías a través de la isla,
coordina a los animales de carga y de adoración, y es un nostálgico del
béisbol. El Sheriff nació en el año del humo. Upata en ese tiempo era solo un
caserío, al igual que Tumeremo, Guasipati o El Callao. Fue, ha sido, bandolero,
comerciante, empresario de la minería, intérprete, músico, yerbatero y pastor
evangélico. Sus únicos vicios han sido la comida y el perderse selva adentro.
No ha fumado, no es bebedor y aunque vagabundo, no ha sido mujeriego. Todos,
por lo visto, buenas personas.
Domingo, Completas.
He aprendido a ver en el Sheriff la historia del béisbol.
Fanático furibundo de los Tiburones de la Guaira, no sigo su fanatismo por el
equipo de los escualos: tomé el de mi padre hace mucho, mucho tiempo, aunque es
cosa curiosa esto de mantener fidelidades a equipos que ya no existen, a un deporte
con quien solo mantenemos el contacto por medio de fotografías, videos, álbumes.
“No todo lo bueno se hereda”, me dice. En uno de sus viajes llegó a Santa Elena
de Uairén (República de Abreu y Lima) y por golpe y porrazo, terminó siendo
alcalde del pueblo. Lo llamaban el Sheriff. Hablamos de la selva, de ese far west que es Guayana para muchos en la
isla. El alcalde debía ir armado y lidiar con icarienses, welserianos y
cualquier nacionalidad del orbe que llegaba por esos lados en busca de oro. El
oro, al fin al y al cabo, busca a los hombres. Lo hizo en California, la más
rica región de Keyserland, lo hizo en Alaska y Sudáfrica y lo seguirá haciendo
hasta el final de los tiempos. El béisbol en su país no ha sido distinto, me
contó.”El béisbol en Abreu, en León, en toda la zona del Mare Nostrum, es un símbolo de la búsqueda de estabilidad
que la zona no ha tenido. En especial en Santiago de León, la tercera. Desde
sus principios, a fines del siglo XIX y principios del XX, tuvo que hacer
esfuerzos por mantener una liga, un estadio, una fanaticada. El Paraíso, Catia,
San Bernardino fueron sus epicentros en esa ciudad. El Magallanes, por ejemplo,
tu equipito, me dice, lo fundaron en el 17 y enseguida se murió la mitad del
equipo. Hubo que esperar algunos años para que se refundara. La pelota ha
sobrevivido a Gómez, Pérez Jiménez, los adecos, a los comunistas, a lo que vino
luego del año negro, a la tragedia, a la hecatombe. Es de lo poco serio que
tenemos”, cuenta, “así ya no exista”.
Un día, a los cinco meses de llegar, o antes, me quedé
solo con él en su casa. Estábamos conversando y me pidió que lo acompañara a
buscar su acordeón al sur de la isla, donde lo había mandado a reparar. Fuimos
y al llegar comenzó a hablar en inglés y alemán con el hombre dueño del
negocio. “¿De qué hablaban?”, le pregunté. “De béisbol”, me dijo. “Era el único
welseriano que conozco que le gusta la pelota. Antes le gustaba a todos”. Al
llegar a la casa, en su cuarto, en silencio, sacó de su estuche el acordeón más
grande que he visto en mi vida. Toda la tarde cantó, canción tras canción para
mí, la historia de su vida. Sus sueños, tristezas, pérdidas, alegrías. “Cada
una de esas canciones es también un dolor. Un campeonato perdido”. Luego
encendimos el proyector y vimos un viejo juego de archivo, Magallanes-La
Guaira. “Lo que los santiagueños no saben es que, desde hace más de cien años, Santiago
es un calidoscopio de aquellos que pueblan el Mare Nostrum. Entonces, decidí
preguntar: “¿Por qué le vas a La Guaira?, no lo entiendo”. Y me respondió:
“Porque uno sigue lo que ama, aunque traiga sufrimiento. ¿O es que ser de este
tiempo es muy llevadero? El béisbol busca a los hombres hijo. Siempre”. Al
terminar, me miró a los ojos, con la dulzura de los suyos y me dijo: “Aunque no
quieras son tuyos”. “¿las canciones?”, dije. “No”, respondió el Sheriff, “los
sufrimientos”. No entendí del todo a qué se refería. Supongo que tendrá que ver
con el triste final del pueblo de La Guaira.
Martes, hora Sexta.
Seamus O´Realey es un ex soldado irlandés, que pasó
muchos años en el sur del continente. Gracias a él, poco a poco voy recordando
cosas, pues yo también estuve por esos parajes. Por mucho tiempo formó filas con el ejército de la República
de Juliana en la guerra contra la Patagonia, hace unos 10 años. Seamus me mira
hondo y lee en mis ojos, lo sé. Es católico prácticamente, y eso lo diferencia
de Bertorá, e incluso, a veces suele enemistarlo. Lleva tatuado un Cristo en el
brazo derecho, y una Virgen de la Milagrosa en el izquierdo. Fue parte de la
guardia personal del Colegio de Cardenales, pero desde la hecatombe, cuando
Roma fue tomada otra vez y los prelados dispersados por el mundo, cruzó el
Océano hasta acá con un par de ellos. Ninguno sobrevivió la travesía. Aparentemente,
tiene información valiosa acerca del lugar desde donde gobierna el Papa. El
último de ellos fue francés; algunos presuponen que el actual es de origen
chino, y que se encuentra escondido al norte de la India, protegido por los
tibetanos; entre Nazareth y Belén o, paradójicamente, quizás en Avignon. Como
en la isla no se consigue whisky desde hace años, prefiere no beber. Y como
buen católico, sabe de burdeles. Con él, he descubierto la extraña forma de
entrada de la mayoría de las mujeres de la isla. Por supuesto, la prostitución.
Está prohibida, pero no tienen más alternativa: sus maridos, en los Bancos de
Semen, hacen fortunas, pero ellas no ven ni una moneda de ese dinero. Todo se
lo gastan en bebidas y en juegos. Por tanto, venden sus cuerpos a los
extranjeros. La primera vez que fuimos, reconocí varias de las miradas sobre mí
cuando llegué a la playa. Uno puede escoger a quien quiera. Gracias a esa
revelación de Seamus, he sobrevivido a los sueños calientes con Candela como
protagonista de ellos, ya que renuncié a evocarla en los bancos de semen. Me
acuesto con estas mujeres y la veo entera, viva, enfrente de mí: su cuerpo, sus
amplias caderas, sus hermosos pechos. Aunque siempre, luego de cada jornada con
alguna de estas mujeres, quede vacío, y busque buscarla nuevamente en los
sueños. Me da vergüenza con Leonor, quien ve todo lo grabado, pero así son las
cosas en este oficio.
Miércoles, hora
Sexta.
Comencé a frecuentar a estos amigos. Les servía el té,
les conseguía una vitualla, un poco de licor. Bertorá solía preferir las negras
al momento de jugar; yo solo lo observaba. El me miraba de soslayo. “Es muy
asombroso, para quien se toma el trabajo de reflexionar sobre este punto, que
todos los hombres estén constituidos de tal modo que son unos para otros un
misterio impenetrable.”. Lo escuché y aparté de él la mirada. Historia de dos ciudades, Charles
Dickens, me dijo. Al hacerlo, me dirigió una mirada desafiante. Acompañada de
su voz impostada de manera natural, podía ser intimidador. Hay, por ejemplo, un
sacerdote que se suele acercar a ellos, cuando juegan ajedrez al final del sol,
en la tarde. Es un buen jugador de ajedrez, pero ellos sienten que él lo que
busca es información. No puede denunciarlos por comentar en contra de la
religión, porque hay libertad de cultos, pero aun así desconfían de él. Lo
hacen sencillamente porque ninguno cree en dios. Son ateos, con sus diferencias
esenciales, pero lo son. Entre partida y partida, su Eminencia, los incita con
ironías que cada uno va descartando, con la excepción de Bertorá. Toma sus
muletas, se levanta y le responde siempre, con argumentos que el sacerdote no
logra siempre rebatir.
¿Qué es lo que quieres saber muchacho?, me espetó. Quiero
respuestas, le contesté. Está bien, mañana cuando el sol marque el mediodía,
ven a casa y conversamos.
Al día siguiente, me esperó en la entrada de su casa. Le
dije a Pirata que permaneciera afuera. Me habló de La ruta de las especies. Ese camino que cimentó los pasos del
hombre por el mundo, que nos hizo realmente humanos. “Esta gente no conoce eso.
Apenas intercambian cosas; son incapaces de aventurarse y abrirse caminos. Es
una lástima”.
¿Cuál es su conflicto con el prelado?, le pregunté sin
dejarlo terminar. “Mi problema”, respondió, “es un el asunto de la fe. Soy
ateo. Y, si bien no está prohibido en estos parajes, ellos no lo entienden.
Cuando era niño, me acercaba en las tardes al Cristo en la sala, cuando no
había nadie. Las horas de los rezos me obligaban a dejar de jugar o leer, que
era lo que más me gustaba. Me acercaba al Cristo, poco a poco, y cuando estaba
lo bastante cerca pero tampoco tanto, le decía: ¡Maricón! Y salía corriendo.
Otras veces le espetaba: ¡Bobo! Y volaba por los pasillos de la casa. Así, poco
a poco, como no me pasaba cosa mayor, me convencí de mi ateísmo y lo he
practicado desde que tengo memoria. Algunos dicen que la pierna que me falta es
el castigo por mi ateísmo, pero yo me río de eso”.
“¿dónde fue su juventud?”, le pregunto. “En la misma
ciudad tuya, Santiago. Pero eran otros tiempos. Yo crecí en La Pastora. Viví
una vida suprema: pude ver corridas de toros, a Vidal López lanzar en vivo,
muchas cosas que otro día podría contarte. Ahora todo es este encierro en esta
isla desde la catástrofe, y yo sencillamente me he retirado del mundo. Estoy
yo, mis amigos, mi mujer, Josefina, que hace muchas cosas y por eso no la ves
aquí, y mis recuerdos, de larga memoria. Soy descendiente de los judíos enviados
por Salomón al norte de Italia a buscar mármol. Mis ancestros se refugiaron en
el pueblo de Brescia. Somos de antes de los romanos. Cuando ellos llegaron,
tratamos de repelerlos. Batallamos. Al final, decidimos sumarnos para
sobrevivir. Sólo así se sobrevive: sumándose. Sino, es el martirio, el
heroísmo. Pero siempre deben quedar algunos para contar la historia del pueblo.
Tomaba su té, y reflexionaba esto cuando le espeté
“Bertorá, ¿cuándo ocurrió el Apocalipsis?”. Silencio. “¿Sabes la historia de
Gilgamesh? Búscala. Ahí está todo. El problema es que ese libro no está en
ninguna de las bibliotecas digitales de la isla”.
Partí entonces hacia mis aposentos, luego de escucharlo
hablar, entre las notas de Toscanninni, Verdi, Vivaldi, que hasta Pirata
parecía tararear.
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