miércoles, 16 de mayo de 2012

Diario de Ismael Da Silva (V)


Viernes, hora Sexta
No es mucho el cuidado de las ciencias en Amaurota. Desde que nos trasladamos aquí, a la capital de la isla, vemos que las libaciones del licor local son lo predominante. No son monjes medievales estos individuos. No es el conocimiento lo que más los mueve a actuar. La agricultura, la albañilería, la herrería, son oficios ocupados principalmente por los extranjeros, que son muchos y llegados en diversas oleadas. Algunos, la mayoría, son de costumbres bastantes similares a los lugareños. Otros no, de ninguna manera. Las ocupaciones más fatigosas son realizadas por las mujeres; los hombres suelen optar por las más livianas, rápidas y que produzcan más riqueza inmediata. Cada familia tiene una ocupación y suele heredarse el oficio, pero si alguno de la familia no desea seguir esa labor heredada, puede optar por otra familia, que lleve el oficio que más prefiere. Esto suele crear problemas. Casi nadie quiere seguir los oficios de la familia; aspiran a los que ofrezcan facilidades, más licor, comida, etc. Por ello, hay familias muy numerosas y otras de pocos miembros.
Eligen a los traniboros anualmente, pero rara vez los cambian. Los traniboros, mensualmente, se reúnen en la Casa del consejo a deliberar con el Líder. Esto se hace saber por mensajeros a todos las ciudades. Por ser corta la distancia, se va contando con apenas retraso. Los mensajeros son veloces, sanos, generalmente muchachos y muchachas de 15 años de edad. Al principio, se hacía el Consejo de ciudad en ciudad. Luego, decidieron invitar a una familia por ciudad a participar. Los debates suelen ser rápidos, casi siempre hacia medianoche. En la madrugada, ya los habitantes de la isla se pueden enterar de la resolución. Los mensajeros se convierten en pregoneros en las cuatro puntas de la ciudad y en el centro.
Tener alguna consulta o resolución pública fuera de lo establecido anteriormente, sobre las actividades de la isla, significa la muerte. Las discusiones en el Consejo son deliberaciones eternas. No se llegan a conclusiones, a menos que beneficien el estamento mayor de sifograntes y tanoboros. Todo son aplazamientos para próximas sesiones. No es bienvenida la reflexión. Quien es rápido de palabra, y palabras con chispa, es celebrado con aplausos. El oprobio reina. La burla descarada también.
He asistido a pocos Consejos, pues el magistrado a quien sirvo no suele sentir afecto por ello. Lo agradezco, pues me permite revisar mis escritos viejos, continuar estos apuntes y leer más sobre los múltiples datos que organizo y que me hablan constantemente, aunque no logre traducir del todo lo que me anuncian y a veces gritan desaforados. Las versiones digitales de la isla llegan apenas al año 2018. La virtualidad es ínfima, y las imágenes se perciben borrosas, aunque el sonido, aumentado por el desgaste de los años, permanezca. Todo lo he grabado. Ninguno del otro lado, en especial Candela, podrá quejarse.


 Sábado, Vísperas.
De todos los individuos que he conocido en la isla, ninguno como Bertorá. Ni el Sheriff, ni Francois, ni Seamus se le igualan, y eso que hablo de individuos extraordinarios que he conocido, aunque he hablado poco de ellos en mis cuadernos. Me recuerdan gente de mi pasado, las pocas personas que recuerdo. De las mujeres, quizás Candela, que quien sabe donde estará ahora. O Leonor, aunque Leonor es aún muy joven. Hay en Bertorá una mirada que recuerda la de un legionario romano. Probablemente se disgustaría si le comentara esto, pero me atrevo a decirlo sin penas ni vergüenzas. Más que un legionario, es un hijo de Lucrecio. Su Biblia es De rerum natura. Su Biblia laica, la llama. Ni el estoicismo del Sheriff, ni el cinismo de Francois, ni el escepticismo de Seamus se le igualan. Todos son amigos eso sí, trabajan en la misma comunidad prestando sus servicios. Son extranjeros, llegados en fechas distintas: 2011, 2018, 2003 y 2025 respectivamente. La que tiene más tiempo en la isla, es Francois. Negra, nativa de las islas hundidas por uno de los maremotos, vivió en París hace muchos años. Fue secretaria del poeta Aimé Cesaire, pero renunció a la poesía. Llegó apenas murió Cesaire, lo que quiere decir que vivió la catástrofe aquí en la isla. Nunca deja de hablar de él, a quien admira profundamente. Nunca fue a la universidad, dice que su universidad fue él. Solo lamenta no haber dejado un discípulo, pues no quedará quien continúe el trabajo en la comarca. Le sigue El Sheriff, quien se encarga del transporte de mercancías a través de la isla, coordina a los animales de carga y de adoración, y es un nostálgico del béisbol. El Sheriff nació en el año del humo. Upata en ese tiempo era solo un caserío, al igual que Tumeremo, Guasipati o El Callao. Fue, ha sido, bandolero, comerciante, empresario de la minería, intérprete, músico, yerbatero y pastor evangélico. Sus únicos vicios han sido la comida y el perderse selva adentro. No ha fumado, no es bebedor y aunque vagabundo, no ha sido mujeriego. Todos, por lo visto, buenas personas.

Domingo, Completas.
He aprendido a ver en el Sheriff la historia del béisbol. Fanático furibundo de los Tiburones de la Guaira, no sigo su fanatismo por el equipo de los escualos: tomé el de mi padre hace mucho, mucho tiempo, aunque es cosa curiosa esto de mantener fidelidades a equipos que ya no existen, a un deporte con quien solo mantenemos el contacto por medio de fotografías, videos, álbumes. “No todo lo bueno se hereda”, me dice. En uno de sus viajes llegó a Santa Elena de Uairén (República de Abreu y Lima) y por golpe y porrazo, terminó siendo alcalde del pueblo. Lo llamaban el Sheriff. Hablamos de la selva, de ese far west que es Guayana para muchos en la isla. El alcalde debía ir armado y lidiar con icarienses, welserianos y cualquier nacionalidad del orbe que llegaba por esos lados en busca de oro. El oro, al fin al y al cabo, busca a los hombres. Lo hizo en California, la más rica región de Keyserland, lo hizo en Alaska y Sudáfrica y lo seguirá haciendo hasta el final de los tiempos. El béisbol en su país no ha sido distinto, me contó.”El béisbol en Abreu, en León, en toda la zona del Mare Nostrum,  es un símbolo de la búsqueda de estabilidad que la zona no ha tenido. En especial en Santiago de León, la tercera. Desde sus principios, a fines del siglo XIX y principios del XX, tuvo que hacer esfuerzos por mantener una liga, un estadio, una fanaticada. El Paraíso, Catia, San Bernardino fueron sus epicentros en esa ciudad. El Magallanes, por ejemplo, tu equipito, me dice, lo fundaron en el 17 y enseguida se murió la mitad del equipo. Hubo que esperar algunos años para que se refundara. La pelota ha sobrevivido a Gómez, Pérez Jiménez, los adecos, a los comunistas, a lo que vino luego del año negro, a la tragedia, a la hecatombe. Es de lo poco serio que tenemos”, cuenta, “así ya no exista”.
Un día, a los cinco meses de llegar, o antes, me quedé solo con él en su casa. Estábamos conversando y me pidió que lo acompañara a buscar su acordeón al sur de la isla, donde lo había mandado a reparar. Fuimos y al llegar comenzó a hablar en inglés y alemán con el hombre dueño del negocio. “¿De qué hablaban?”, le pregunté. “De béisbol”, me dijo. “Era el único welseriano que conozco que le gusta la pelota. Antes le gustaba a todos”. Al llegar a la casa, en su cuarto, en silencio, sacó de su estuche el acordeón más grande que he visto en mi vida. Toda la tarde cantó, canción tras canción para mí, la historia de su vida. Sus sueños, tristezas, pérdidas, alegrías. “Cada una de esas canciones es también un dolor. Un campeonato perdido”. Luego encendimos el proyector y vimos un viejo juego de archivo, Magallanes-La Guaira. “Lo que los santiagueños no saben es que, desde hace más de cien años, Santiago es un calidoscopio de aquellos que pueblan el Mare Nostrum. Entonces, decidí preguntar: “¿Por qué le vas a La Guaira?, no lo entiendo”. Y me respondió: “Porque uno sigue lo que ama, aunque traiga sufrimiento. ¿O es que ser de este tiempo es muy llevadero? El béisbol busca a los hombres hijo. Siempre”. Al terminar, me miró a los ojos, con la dulzura de los suyos y me dijo: “Aunque no quieras son tuyos”. “¿las canciones?”, dije. “No”, respondió el Sheriff, “los sufrimientos”. No entendí del todo a qué se refería. Supongo que tendrá que ver con el triste final del pueblo de La Guaira.

 Martes, hora Sexta.
Seamus O´Realey es un ex soldado irlandés, que pasó muchos años en el sur del continente. Gracias a él, poco a poco voy recordando cosas, pues yo también estuve por esos parajes. Por mucho tiempo  formó filas con el ejército de la República de Juliana en la guerra contra la Patagonia, hace unos 10 años. Seamus me mira hondo y lee en mis ojos, lo sé. Es católico prácticamente, y eso lo diferencia de Bertorá, e incluso, a veces suele enemistarlo. Lleva tatuado un Cristo en el brazo derecho, y una Virgen de la Milagrosa en el izquierdo. Fue parte de la guardia personal del Colegio de Cardenales, pero desde la hecatombe, cuando Roma fue tomada otra vez y los prelados dispersados por el mundo, cruzó el Océano hasta acá con un par de ellos. Ninguno sobrevivió la travesía. Aparentemente, tiene información valiosa acerca del lugar desde donde gobierna el Papa. El último de ellos fue francés; algunos presuponen que el actual es de origen chino, y que se encuentra escondido al norte de la India, protegido por los tibetanos; entre Nazareth y Belén o, paradójicamente, quizás en Avignon. Como en la isla no se consigue whisky desde hace años, prefiere no beber. Y como buen católico, sabe de burdeles. Con él, he descubierto la extraña forma de entrada de la mayoría de las mujeres de la isla. Por supuesto, la prostitución. Está prohibida, pero no tienen más alternativa: sus maridos, en los Bancos de Semen, hacen fortunas, pero ellas no ven ni una moneda de ese dinero. Todo se lo gastan en bebidas y en juegos. Por tanto, venden sus cuerpos a los extranjeros. La primera vez que fuimos, reconocí varias de las miradas sobre mí cuando llegué a la playa. Uno puede escoger a quien quiera. Gracias a esa revelación de Seamus, he sobrevivido a los sueños calientes con Candela como protagonista de ellos, ya que renuncié a evocarla en los bancos de semen. Me acuesto con estas mujeres y la veo entera, viva, enfrente de mí: su cuerpo, sus amplias caderas, sus hermosos pechos. Aunque siempre, luego de cada jornada con alguna de estas mujeres, quede vacío, y busque buscarla nuevamente en los sueños. Me da vergüenza con Leonor, quien ve todo lo grabado, pero así son las cosas en este oficio. 

Miércoles, hora Sexta.
Comencé a frecuentar a estos amigos. Les servía el té, les conseguía una vitualla, un poco de licor. Bertorá solía preferir las negras al momento de jugar; yo solo lo observaba. El me miraba de soslayo. “Es muy asombroso, para quien se toma el trabajo de reflexionar sobre este punto, que todos los hombres estén constituidos de tal modo que son unos para otros un misterio impenetrable.”. Lo escuché y aparté de él la mirada. Historia de dos ciudades, Charles Dickens, me dijo. Al hacerlo, me dirigió una mirada desafiante. Acompañada de su voz impostada de manera natural, podía ser intimidador. Hay, por ejemplo, un sacerdote que se suele acercar a ellos, cuando juegan ajedrez al final del sol, en la tarde. Es un buen jugador de ajedrez, pero ellos sienten que él lo que busca es información. No puede denunciarlos por comentar en contra de la religión, porque hay libertad de cultos, pero aun así desconfían de él. Lo hacen sencillamente porque ninguno cree en dios. Son ateos, con sus diferencias esenciales, pero lo son. Entre partida y partida, su Eminencia, los incita con ironías que cada uno va descartando, con la excepción de Bertorá. Toma sus muletas, se levanta y le responde siempre, con argumentos que el sacerdote no logra siempre rebatir.
¿Qué es lo que quieres saber muchacho?, me espetó. Quiero respuestas, le contesté. Está bien, mañana cuando el sol marque el mediodía, ven a casa y conversamos.
Al día siguiente, me esperó en la entrada de su casa. Le dije a Pirata que permaneciera afuera. Me habló de La ruta de las especies. Ese camino que cimentó los pasos del hombre por el mundo, que nos hizo realmente humanos. “Esta gente no conoce eso. Apenas intercambian cosas; son incapaces de aventurarse y abrirse caminos. Es una lástima”.
¿Cuál es su conflicto con el prelado?, le pregunté sin dejarlo terminar. “Mi problema”, respondió, “es un el asunto de la fe. Soy ateo. Y, si bien no está prohibido en estos parajes, ellos no lo entienden. Cuando era niño, me acercaba en las tardes al Cristo en la sala, cuando no había nadie. Las horas de los rezos me obligaban a dejar de jugar o leer, que era lo que más me gustaba. Me acercaba al Cristo, poco a poco, y cuando estaba lo bastante cerca pero tampoco tanto, le decía: ¡Maricón! Y salía corriendo. Otras veces le espetaba: ¡Bobo! Y volaba por los pasillos de la casa. Así, poco a poco, como no me pasaba cosa mayor, me convencí de mi ateísmo y lo he practicado desde que tengo memoria. Algunos dicen que la pierna que me falta es el castigo por mi ateísmo, pero yo me río de eso”.
“¿dónde fue su juventud?”, le pregunto. “En la misma ciudad tuya, Santiago. Pero eran otros tiempos. Yo crecí en La Pastora. Viví una vida suprema: pude ver corridas de toros, a Vidal López lanzar en vivo, muchas cosas que otro día podría contarte. Ahora todo es este encierro en esta isla desde la catástrofe, y yo sencillamente me he retirado del mundo. Estoy yo, mis amigos, mi mujer, Josefina, que hace muchas cosas y por eso no la ves aquí, y mis recuerdos, de larga memoria. Soy descendiente de los judíos enviados por Salomón al norte de Italia a buscar mármol. Mis ancestros se refugiaron en el pueblo de Brescia. Somos de antes de los romanos. Cuando ellos llegaron, tratamos de repelerlos. Batallamos. Al final, decidimos sumarnos para sobrevivir. Sólo así se sobrevive: sumándose. Sino, es el martirio, el heroísmo. Pero siempre deben quedar algunos para contar la historia del pueblo.
Tomaba su té, y reflexionaba esto cuando le espeté “Bertorá, ¿cuándo ocurrió el Apocalipsis?”. Silencio. “¿Sabes la historia de Gilgamesh? Búscala. Ahí está todo. El problema es que ese libro no está en ninguna de las bibliotecas digitales de la isla”.
Partí entonces hacia mis aposentos, luego de escucharlo hablar, entre las notas de Toscanninni, Verdi, Vivaldi, que hasta Pirata parecía tararear.

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