jueves, 11 de junio de 2009

Crónica de una mujer sobre otra mujer con hombre asomado a la ventana

Yo ensayaba, por esos días, estudios de administración (y que quedaron en ensayo). Tomaba el autobús antes de las seis de la mañana hasta las Mercedes y luego otro hasta Bello Monte. Me llaman loco, pero antes el tráfico por El Cafetal era menor. Sí, era mayor vale. No había operativos de canal rápido, ni pico y placa, ni día de parada. Y, aunque me insistan que no, había más gente. Sí. Después, con el tiempo, El Cafetal y zonas aledañas se redujo en su población producto de una razón muy sencilla: emigración de la juventud hacia otros parajes allende las fronteras, mudanza a lugares de la ciudad en donde el precio de los apartamentos se hicieron más permisible. En fin, las colas eran mayores, por tanto ya a las seis y pico comenzaba el Calvario (mi hermano mayor, que vive en Margarita ahora, me sirve de testigo. Puedo darles el teléfono). He leído la mitad de lo que he leído en mi vida entre un autobús y el Metro. Uno adquiere hábitos. Se busca puesto junto a la ventanilla para no estar dando paso al que se quiere sentar al fondo. En la segunda o tercera hilera, con vistas a estar cerca de la ventanilla y más o menos lejos del Vallenato del chofer. En el Metro, aplicaba llegar al último vagón (va menos gente) a ver si conseguía puesto o sino, por lo menos para leer parado pero sin que me tropiecen. Si no lograba ninguna de las anteriores, me refugiaba en un walk-man (abuelo del ipod) con el que intentaba escuchar música, mientras la duración de las pilas doble A me lo permitiera y no empezara la música a soooonaaaaaaaaarrdeeeeereeeeepeeennnteeeeeeaaaaaaaaaaasssiiiiiiiii….hasta que las pilas murieran. Tiempo después, un día tenía en el morral un artículo de El Nacional que mi padre había recortado para que lo leyera. Era una nota sobre un libro que giraba alrededor de Caracas, iniciativa de Tulio Hernández a partir de los sucesos del deslave. Escribía Federico Vegas, Alberto Barrera Tyszka, Tomás Eloy Martínez, Boris Muñoz, José Roberto Duque, Adriano González León, Ibsen Martínez, William Osuna y el sin par, José Ignacio Cabrujas, de cuyas columnas de los sábados era todo un fan. Pero la nota de mi padre apuntaba a una crónica de Milagros Socorro llamada La Venus del Cafetal, con un extracto de la misma. Sentí que me caía como Condorito. Todo lo que contaba Socorro en esa crónica lo había visto yo, lo había padecido desde mi situación de testigo. En esa crónica aparecía asomado a la ventana viendo a esa muchacha, la Venus, corriendo toda las mañanas corta de ropa, sudada, con el cabello suelto, hecha una gacela. La vi detener el tráfico (vi un choque gracias a ella), la vi subir “como si nada” la cuesta de Los Naranjos y también la vi luego en Santa Sofía haciendo abdominales sobre los bancos de cemento. Mis ojos se acostumbraron a ella, todas las mañanas. Yo miraba a esa mujer como lobo mirando loba en comiquita vieja de Warner o Hanna Barbera: con la quijada por el piso, los ojos puyúos y la lengua afuera. Entonces, esa chica era un asunto entre Socorro, la cronista y yo, el lector.
Con el tiempo, ya con el libro Criaturas Verbales de Socorro en mis manos, iba, una vez más, en mi autobús (sueño con enviar esta nota a algún correo electrónico de la ruta Casalta-Chacaíto-El Cafetal a ver si me dan un pase de por vida). Al terminar de releer la crónica, creí ver a esa muchacha (que no apareció más nunca, ¿se habrá casado?, ¿tendrá hijos?, ¿habrá decidido mandar el fitness al demonio y dedicarse a comer cochino frito?, ¿también se habrá ido del país?) corriendo de nuevo, y me vi bajando del autobús casi en marcha, cruzar la Avenida Raúl Leoni casi a la altura de la calle El Limón soplado y correr detrás de ella, con la lengua afuera otra vez pero del cansancio, tratando de darle alcance para mostrarle el libro y me lo firmara, así, no importa, corriendo ambos, yo le echaba pichón a la subida de Los Naranjos, procurando verle al fin una sonrisa. Cosa que nunca ocurrió. Ni era ella, ni llegué por supuesto a la subida de Los Naranjos (antes de Plaza Las Américas ya me había derrumbado).
Hace poco recibí la respuesta de mi correo a la línea de autobús (lo envié al final). Dicen que solo mayores de sesenta años tienen gratuito el pasaje. Me faltan tres décadas. No se han dado cuenta que, de alguna manera, ellos han sido durante años, mi sala de lectura obligada. La sigo usando. Uno no puede permitirse, en asuntos de lecturas, ser un ingrato.

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