sábado, 13 de junio de 2009

Venezia, la Serennisima. De Pepita Pastel. Noviembre 2008

Huele a mar. Desde que se abren las puertas corredizas, la sal excita las pupilas. Poco se vislumbra a esa hora bien adentrada la noche. Todavía falta caminar un largo trecho con las maletas a cuesta. La expectativa desvanece la fatiga. Comienza el regateo y el no saber qué servicio de transporte tomar. Mimadas, optamos por dirigirnos al hotel en veinte minutos, en taxi, en lancha, muelle a muelle. El frío viento otoñal bajo un cielo estrellado, antecede la visión de las luces flotando sobre el mar. Hemos llegado a un lugar de otro tempo, detenido en el tiempo. Una ciudad tan rica en sensaciones como el constante movimiento del elemento que la compone: el agua. Hemos llegado a la Serenissima.

Hospedarse en la isla de la Giudecca es poder contemplar Venecia extendida sobre el mar cada mañana. Es sentir que estás –ahí- en un lugar que parece una maravilla irreal y contiene la realidad cotidiana del hombre que desde temprano bebe en el bar con sus amigos proseco en vez de tomar café, mientras la mujer entra a comprar su billete diario de lotería. Es contemplar muy cerca la majestuosidad de sus edificaciones y estar lejos de su algarabía turística. Es mirar con avidez y distancia una visión atrayente desde la isla larga, única interrupción que le cierra a la ciudad el horizonte abierto y perdido hacia la laguna. Es disfrutar de sonidos que se reducen a las olas rompiendo contra el muelle, al ruido atenuado por el agua de los barcos deslizándose, al chillido de las gaviotas y al repique emocionado de las campanas saludándose de un extremo al otro, hora tras hora.

Amanecimos el día de la semana cuando más doblan las campanas, un domingo. Buen día para despertar en una ciudad que, si de alguna manera es trazable una visita, es a través de sus iglesias que compiten en belleza con sus palacios.

-Hoy fui a misa, tres veces –le subrayó Cristina a su mamá.

Primero visitamos la iglesia de Redentore. Luego tomamos el vaporetto hasta Zattere a la Chiesa dei Gesuati del rosario para terminar en la Chiesa Gloriosa dei Frari.

Dice, Philippe Sollers en su Diccionaire amoureux de Venise, en su visión de un enamorado de Venecia: “El término redentor puede aplicarse a Palladio.” Su iglesia Redentore se erige en el muelle de la Giudecca justo en el ángulo preciso para que sea admirada por todos, por las naves que atraviesan el canal y desde las demás orillas; para que nuestra vista se pasee sobre un templo con las formas de un tiempo renacido, el de la Grecia antigua resucitado para siempre a través del Renacimiento. Fieles a los orígenes de esta iglesia en 1576, una promesa al redentor por poner fin a la peste, nosotras prendimos una primera vela: la de agradecimiento.

Al revés en el tiempo dejamos. la otra gran iglesia de Palladio, San Giorgio Maggiore ejecutada antes que Redentore, para el último día del viaje. El primero, preferimos dirigirnos al sur, a la otra orilla llamada Fondamenta delle Zattere. El nombre obedece a que ahí descargaba toda la madera, los troncos que descendían por flotación (zattera) llevados por la corriente del Piave desde los bosques de Cadore hasta Venecia. Visitamos la iglesia de la orden de los Gisuati (que no son los jesuitas), dedicada al servicio de los hospitales. Estos fueron suspendidos en 1668 por “causa de conducta inmoral” y la iglesia pasó a los dominicos. En este espacio flotan como ángeles por los techos las pinceladas de Giambattista Tiepolo (1696-1770). Otro cielo. Otra visión que agradecer. Otra vela.

Esa mañana, a lo largo del muelle que va desde la Estación Marítima hasta la Aduana en el otro extremo, antes que la punta doble hacia la iglesia de Santa Maria della Salute, vimos pasar enérgicos corredores por pasarelas improvisadas con tablones de madera sobre los escalones de los puentes. Extraña visión en esta ciudad. ¿Un maratón la hace más real?, me pregunté. Ya Cristina había soltado su primera exclamación: ¡Venecia parece de mentira! Es más bien una ciudad de cuentos de hadas, un encantamiento, una maravilla. O, como le escuché a uno de mis escritores favoritos: “Es una ciudad que nació disfrazada, no le hace falta el Carnaval.” Concluyo que la falseamos nosotros, los extranjeros del siglo xxi. Como al puente de los suspiros que encontramos recubierto con una enorme publicidad: “Il cielo dei suspiri: un automóvil Lancia”. Pero no quiero desviarme, perderme, que es lo más delicioso y a la vez puede ser lo más frustrante en Venecia. Siempre hay algún rincón que dejas pasar. Aún estamos en Dorsoduro. No nos detuvimos en la chiesa de San Trovaso porque le pasamos por detrás. Continuamos entre calles desconocidas que se tuercen y retuercen. Sin embargo, en algún momento, así como uno puede sentirse extraviado en un laberinto interior, la estrechez que aprieta acaba en la reconfortante visión de un espacio abierto que te acoge. Sucede de forma inesperada, al fondo de una oscura y angosta callejuela aparece de improviso: un campo. Surge una plaza dominada -la mayoría de las veces- por una de las tantas casas de Dios (el mayor terrateniente de la ciudad) con la promesa de un paraíso que es estar -ser- con –en- Él. En este caso, nos recibe –gloriosa- Santa Maria dei Frari, la más grande iglesia franciscana. De ladrillo con ornamentos de mármol blanco que data del siglo xv; pero, cuyos trabajos comenzaron desde ¡1250! Demasiados años para dejar que nos detuvieran en la entrada sólo porque se oficiaba la misa. ¿Otra más?, preguntó Cristina con los ojos, mientras yo me dirigía -con mi mejor cara de pecadora arrepentida- a la señora apostada en la puerta para espantar al turistero: Noi andiamo alla messa. Atravesando un inmenso volumen llegamos a la Asunción roja de Tiziano que cubre el altar mayor. En esta iglesia quiso ser enterrado el pintor, también Canova bajo una pirámide neoclásica de mármol algo ostentosa para un escultor de tanta poesía, y, reposa Monteverdi -per saecula saeculorum- en una capilla a la izquierda del altar mayor. Salimos de puntillas justo antes de la comunión. Prendimos una tercera vela, ante la virgen, en silencio.

El propósito del día –además de ir a misa- fue visitar la Scuola Grande de San Rocco. Podría llamarse la iglesia de Tintoretto. El interior está constituido por dos grandes salas y otra pequeña en el primer piso llamada Sala dell’Albergo. Las paredes y los techos del piso superior están totalmente recubiertas por los lienzos de Tintoretto (1518-1594). Su arte es del genio de un dramaturgo que escenifica el espacio. Entre todas las imágenes, la de dos mujeres buscando el vientre la una de la otra, la virgen María y Santa Isabel en la Visitación, me golpea. Y, la Crucifixión desplegada en la “salita” dell’ Albergo me deja sin aliento. ¿Oprime –culpándome- o alberga –redimiéndome-?

Saciamos el hambre de respuestas con algún panini en el campo San Polo. Y, terminamos la tarde sentadas, Cristina leyendo, y yo dibujando mientras bebía spritz con Aperol en -el que designamos uno de nuestros campi favoritos- el Santa Margherita. Por primera vez, me percaté de que los bancos de madera de la ciudad son rojos. Buen color, para un lugar definido por el agua verdosa y los cielos de un azul que, por alguna fantasiosa razón, pienso sólo se aprecia en Italia. Debe ser la suavidad del país, la melodía del idioma, la douceur italienne por la que suspiran los franceses. Una lentitud, una frescura, unos niños que corretean ligeros rodeados de piedras que sostienen el peso de la historia, de ser los primeros, los grandes maestros hacedores de belleza. Inventores de la perspectiva que lastimosamente no domino. Mis dibujos lo atestiguan, así como mis escritos; tengo problemas –serios- con la perspectiva real y los puntos de fuga. Evasiva, escapista, en una fuga veneziana mientras los mercados caen y el mundo financiero sacude con fuerza sus cimientos derrumbando sus fachadas, me asaltan los recuerdos de dos fantasmas –uno de ellos mi padre- sin poder yo cambiar de piel y anclarme junto a otro pilote, unida, como se erigen fuera del agua los gruesos troncos de madera, altos, amarrados en sus puntas para darse más soporte ante el vaivén del oleaje. Ante la confusión del espíritu, la solución es resarcir el cuerpo, aplicar el “gozar que el mundo se va a acabar”. Esa noche comimos unos moscardini (pulpitos) en salsa de proseco, una anguila a la plancha –buonissima- y una mousse de cioccolato di Perugia. Regresamos al hotel por el camino más largo, atravesando todo el Gran Canal con sus elegantes palazzos erguidos de un lado y del otro, dimos toda la vuelta pasando bajo Rialto, por el Tronchetto -minúsculas ante los inmensos barcos de crucero atracados-, hasta llegar de vuelta a Zitelle en la Giudecca. La cama continuó meciéndose –arrullándonos- hasta quedarnos dormidas.

Al día siguiente, ya era hora de visitar al gran personaje de Venecia, a San Marco, de atravesar la piazza llena de palomas y turistas. Había demasiada fila para entrar a la basílica y al palazzo Ducale. Regresaríamos otro día. Al menos, vimos al simbólico león alado del evangelista y de la ciudad, recibiendo desde lo alto a todos los visitantes que llegan por mar. Nos abrimos paso entre la gente y los tarantines, por la Riva degli Schiavoni, y suspiramos –agraviadas- ante el puente enmascarado con un antifaz de gigantografía publicitaria de automóvil, ¡en una ciudad sin carros! Intentando, una tras otra las calles, creo haber encontrado el local que hace cinco años fuera de Sara, quien me vendió el lampadario. Ella no lo sabe, pero al menos yo la inmortalicé en mi memoria en algún escrito. Reconocí el local, en el que ahora venden ropa, separado en dos espacios contiguos por un pórtico de madera. Sentí nostalgia por aquel viaje tan inconsciente y apasionado. Visitamos la chiesa de San Zaccaria en un campo algo cerrado, no muy lejos del agua. Entre puentes y callejuelas, Cristina prefería tener destino cierto, yo caminaba sin plano ni rumbo. “Necesito tener propósito”, dijo. Yo le expliqué lo que significa flâner. Así, llegamos hasta el campo Santa Maria Formosa, con otra iglesia más, y no muy lejos de ahí a la basílica de San Giovanni e Paolo en la plaza donde está el hospital que lleva el mismo nombre (de sólo entrar al espacio, uno comienza a sanar). Sobre alguna pared leímos un graffiti que decía: “ + CASE – CHIESE” , ¡más casas, menos iglesias! Ambas reímos. Almorzamos un tonno affumato bajo las hojas ya marrones y amarrillas de un árbol trepador, en un restaurante que debe llenarse en verano, mas durante esta estación otoñal, además de nosotras, apenas recibía a dos mesas de comensales italianos. Fuimos atendidas por un camarero veneciano de ojos azules, barrigón, de pelo blanco, de esos que dominan con gracia su oficio, hablan tres o cuatro idiomas, sueñan con un restaurante propio en algún país como Argentina, se van durante el invierno a trabajar a Cancún y vuelven siempre a su ciudad, como la paloma que –mientras comíamos- revoloteaba entre las ramas y el techo de lona queriendo salir al cielo abierto sin poder hacerlo, atada a su lugar en el mundo.
Nos dirigimos hacia la Scuola de San Giorgio degli Schiavoni. Quise mostrarle a Cristina a San Jorge y el dragón, los cuadros de Carpaccio (1460-1525), un gran pintor, excelente narrador. Los lienzos que le dan vuelta al espacio como una cenefa apaisada cuentan la historia de los tres santos dálmatas San Jorge, San Jerónimo y San Trifone. El joven caballero rubio, enfrentando con su lanza al dragón, es difícil de olvidar.
Esa tarde Cristina regresó al hotel para mandar por primera vez un cuento a un concurso de una revista narrativa. Yo retomé el camino hacia el campo de San Giovanni e Paolo con su estatua ecuestre del condottiere Colleone para escuchar en la basílica un concierto de música sacra interpretada por la coral de un colegio de jóvenes ingleses. Naturalmente, me perdí. Me detuve a preguntarle a una mujer que cuidaba niños jugando en el campo Maria Formosa. Comprendí que la mujer no era local pues se dirigió a una niña de unos siete años que –cerciorándose primero cuál era su mano derecha y cuál su izquierda- levantó sus lindos ojos azurri y me indicó el camino. Como siempre, en un sin fin de: una destra, doppo sinistra, fa il ponto, doppo un altro ponto… Encontré la iglesia de ladrillo que, como la de Frari, es un ejemplo de gótico sagrado camino al renacimiento. Lo más hermoso dentro de ella: las obras de Bellini y, en la capilla del Rosario, las telas de Veronese hacen llorar.
Esa noche descubrí la librería Miracoli ubicada en el muy íntimo campo Santa Maria Nova. Lleva el nombre de una joya marmolada, encajada, constreñida, en el espacio rectangular que hace ángulo con el campo y el canal, la chiesa de Santa Maria dei Miracoli, construida entre 1481 y 1489 por el arquitecto Pietro Lombardo. Es una iglesia pequeña de una sola nave totalmente revestida en mármoles policromados. Elevado del suelo, el presbiterio ocupa todo el ábside al que se le accede por una amplia escalinata que culmina en el altar adornado por la imagen de una hermosa virgen con fondo rojo. Un deseo: arrodillarme frente a ella, con humildad y agradecimiento, por el miracolo de un encuentro verdadero -apasionado- rosso.

En días de sol otoñal no apetece encerrarse en un museo, por lo que continuamos deambulando entre iglesias. De nuevo, no muy lejos de la estación marítima detrás de la fondamenta delle Zattere, está la chiesa de San Sebastiano. Bien podría llamarse la iglesia de Veronese, quien pasó desde 1555 hasta 1565 pintando en y para ella. Desde el techo de la sacristía con la coronación de la Virgen rodeada por los cuatro evangelistas, la Anunciación y las escenas de la vida de San Sebastián en la capilla principal. El poder de su arte exalta todos los espacios, y, finalmente, al pie del órgano -magistralmente decorado por él mismo treinta años antes- reposan los vestigios de su cuerpo. Entre pinceladas y música ¿cómo se puede descansar mejor?
Proseguimos en nuestro andar hasta alcanzar una de los edificios de la universidad de arquitectura de Venecia, detrás de la iglesia de Santa Teresa. A medida que nos alejamos de la zonas más visitadas por los turistas, se vacían las estrechas calles, el tiempo se vuelve más lento y la visión se impregna de sabor local.
La tranquilidad duró poco, nos devolvimos hacia el campo San Polo camino al Ponte Rialto, donde pulula el comercio, muy cerca del Mercado de pescado. No faltó una compra que hiciera Cristina mientras yo no veia el momento de alejarme del gentío. “Tu n’aimes pas les foules” –aseveró. “Sí, detesto las hordas y las aglomeraciones. Vámonos” –repliqué. Atravesamos buscando el Ca’d’Oro. Al menos, algún palazzo debíamos comenzar a visitar, escogí éste, un fruto del gótico florido oriental. De fachada asimétrica, mármol y decorados policromados. En el siglo xv Venecia fue una fiesta de color. De las obras en el interior, la más impactantes un San Sebastián de Mantenga. Subimos al segundo piso, y tomé las mejores fotos de Cristina, medio cuerpo asomado hacia el Gran Canal por encima de la balaustrada. Llegaron a regañarnos.
Había comenzado a llover, nos tocó tomar una góndola de esas que hacen el “lleva y trae” de un lado al otro del Gran Canal. Después de tambalearnos en la barca bajo la lluvia en el –brevísimo- Traghetto Santa Sofia, llegamos a tiempo para disfrutar música de Vivaldi y Scarlatti en la casa de Goldoni. Fue un concierto íntimo bajo un gigantesco y hermoso lampadario de Murano.

Cuando amanece el cielo gris es perfecto para visitar l’Accademia. Iluminarse. Si Venecia es un tesoro flotante, ese lugar es un cofre. Ahí descubrí por primera vez hace años a Giovanni Bellini y sus vírgenes con niño, sus ángeles, su meditación sagrada y silenciosa. Sin embargo, durante este otoño la mayoría de los cuadros habían salido en préstamo para un exposición en Roma; ¡cómo si hiciera falta otra excusa para regresar a Venecia! Pudimos apreciar el célebre cuadro de la “Tempestad” de Giorgione, que más bien trasmite la calma de la Serenissima. Una mujer amanta a un niño en medio de la naturaleza, un joven varón la observa del otro lado de un riachuelo, en el fondo vuela un pequeño pájaro, amenaza –en la lejanía- un rayo… así como las lluvias que llegan a la ciudad de improviso, golpean, desencadenan más agua, y desaparecen dejando el cielo limpio y azul.
Contemplamos la historia de la princesa prometida en matrimonio a un príncipe inglés a condición de que éste se convirtiera al cristianismo. La peregrinación a Roma, la masacre en el viaje de regreso, y sobre todo, el sueño premonitorio de Úrsula –toda la sala en telas de Carpaccio, como dije: un –minucioso- narrador.

De la Academia, atravesando el puente de madera (tendré que pensar porqué las artes van junto con la madera, como el pont des Arts), llegamos al Palazzo Cavalli Franchetti propiedad del Instituto Veneto di Scienze Lettere ed Arti. Como se encuentran regados por toda Venecia, este lugar tiene en el jardín que antecede la entrada: un pozo de piedra labrada. Estuvimos un buen rato asomadas para alcanzar el fondo oscuro con fotos que capturaran la luz en su interior. En los imponentes espacios del palacio exhibían el universo de los proyectos de Jørn Utzon con motivo de la Mostra Internationale di Architettura. Nos interesó la observación detallada y minuciosa que el arquitecto hace de la naturaleza como fuente de inspiración. De allí, salimos a almorzar en el campo San Stefano. Sentadas bajo paraguas de lona, comenzó la “tempestad”. Aparecieron hongos plásticos de múltiples colores moviéndose en todas las direcciones, cruzándose velozmente ante mi mirada apaciguada por el agua. Nos tocó esperar a que amainara la lluvia. Visitamos la iglesia con el mismo nombre de la plaza y encontramos una virgen bailarina que parece una diosa hindú. Le prendimos una vela. Como dos ranas fuimos saltando de plaza en plaza: campo San Angelo, al Manin, al San Luca. Me hubiera podido quedar mucho más tiempo deambulando por las callejuelas desoladas después de la lluvia, contemplando las visiones interiores de fachadas roídas, de colores rosas u ocres contrastando con el verde de los postigos y los marcos de sus ventanas, descifrando los reflejos que ondulan sobre los canales. La ciudad mojada llama a adentrarse sin reservas en su laberinto, a abrazar el deseo de alejarse del ruido, de retroceder en el tiempo, de aceptar un andar lento; invita a sentir su voluptuosidad, su amor arrebatado, escondido y silente... Si Venecia no te habita se trata sólo de un majestuoso decorado teatral. Mis zapatos quedaron marcados por el agua. Esa noche, antes de apagar la luz, recordé el vago residuo en mi memoria de líneas de Joseph Brodsky escritas sobre esta ciudad.

El día siguiente amaneció despejado. Bello para ir a pasear por el Arsenale y los Giardini. El lema de la muestra de arquitectura: Out There Architecture Beyond Building. Anoté: “our achitecture has no physical ground plan, but a psychic one…”. La larga estructura del Arsenale presentaba diversos proyectos experimentales que a Cristina le llamaron mucho la atención. Yo, al cabo de un rato, me aburrí. Sin embargo, disfruté viendo las propuestas de arquitectura ecológica del pabellón italiano y el beber buen café sentada en una silla -de diseño- muy confortable. Abandonamos a los estudiosos de la relación del hombre con su espacio en este nuevo milenio, para seguir contemplando una “arquitectura más cercana a mi psiquis”, detenida en el siglo xv, “obsesionada con el renacer”. Fuimos entonces a ver una edificación ejemplo de sucesivos “fuegos que incendian y producen renacimientos”: el teatro de La Fenice, el phenix, que comienza por nacer sobre las cenizas de otro teatro incendiado en 1674, el San Benedetto. Las obras del nuevo teatro acaban en 1792. El teatro se quema en 1836 y es reconstruido en 1837. Se incendia de forma criminal en 1996 y abre sus puertas restaurado a su estado neoclásico original en el 2003. Esa noche presentaban el Nabucco de Verdi, pero no conseguimos entrar.

Volvió a llover. Salimos camino al Ghetto. Aprendí que la palabra ghetto viene del verbo gettare, fundir, de ahí geto vecchio y geto nuovo, para designar un conjunto de fundiciones de los siglos xiv y xv. Después del asentamiento de los judíos a partir de 1516, la palabra cambia de pronunciación y de sentido. Conserva su origen algo siniestro de gettatore, echador de suerte, de ser echado. En la zona de Canareggio se encuentra la estación de tren, una de las zonas más pobladas y concurridas por turistas que entran y salen de la ciudad, y alejándonos del ponto di Guglie entramos de lleno en la zona judía. No faltó observar las indescifrables inscripciones en hebreo, ver a los rabinos de largos cabellos rizados caminando y un dulce de manzana compartido comprado en una panadería Koscher.
Pecamos por gula y lamento haber dejado pasar la visita a la Sinagoga por no llevar el libro de Soller conmigo, en el que leí esa noche: “Venecia la espléndida fue también la ciudad que creó el Ghetto. Hallamos, de nuevo, a Dios y al Diablo juntos”.
Desde ahí, alcanzamos la chiesa de la Madonna dell’Orto donde admiramos más obras de Tintoretto. Cansadas de la lluvia nos refugiamos a comer en un restaurante que pintaba mejor de lo que resultó el risotto que pedimos. Durante la lenta elaboración del arroz, logré dibujar dos retratos de Cristina, en uno luce como Angelina Jolie y en otro como un ángel precioso con los ojos bizcos. Esa tarde, llegamos hasta la chiesa dei Gesuiti muy cerca del otro limite de la ciudad, la fondamenta Nova. Ya de regreso, tratamos de abrigarnos en la biblioteca de la fundación Querini Stampalia. Hace algunos años pude entrar a leer, ahora se necesita llevar el pasaporte consigo. La lluvia impidió que le mostrara a Cristina el jardín diseñado por Carlo Scarpa. Nos limitamos a comprar un recuerdo que me hizo reír: una imagen de il uomo pipistrello haciendo de gondoliero en su Batgondola (si alguien piensa que es un invento, que venga a ver mi mesa noche, ahí lo puse).

Alguna noche bebí un –turístico- y muy costoso aperitivo en la Piazza San Marco. El del Florian, bajo una noche de estrellas tuvo su encanto, el del caffé Lavena “local histórico de 1750”, jamás pensé pagar tanto por un té para la niña. Sin embargo, de todas las copas de proseco que bebí –que fueron muchas- la que subraya emocionada mi memoria fue una en el campo San Giacomo dell’Orio, una noche fría después de la lluvia, mientras intentaba con torpeza capturar a lápiz el espíritu de la plaza, el ambiente de un barrio de mayor autenticidad, el de Santa Croce. Gracias a la recomendación de la propietaria de un pequeño anticuario, comimos no muy lejos de ahí en un restaurante con nombre de auyama. Regresaríamos la última noche, a repetir el flan di zucca.

El día de Todos los Santos, un sábado, me dirigí bien temprano a misa en San Marco buscando la posibilidad de entrar a la basílica sin la fila interminable de turistas. Mientras llegaba el vaporetto en el muelle de la Giudecca escuché a lo lejos una larga sirena. No pasaría mucho tiempo para comprender que no se trataba de anunciar el peligro de un incendio sino de un exceso de agua. Los venecianos sabrían que debían salir con botas de caucho. En la iglesia, me sentí agradecida y bendita por privilegio de escuchar misa bajo aquellas extraordinarias cúpulas bizantinas junto a escasas diez personas más. Permanecí largo tiempo contemplando los elaborados mosaicos de los pisos. Sobre todo, recé frente a la virgen. Le prendí tres velas: por dos sombras fantasmales y un futuro hombre que ese día alcanzaba sus cuatro años. De tanto humo inasible, acabé por dejar una mancha sobre el reclinatorio de madera, una lágrima en el presente. ¡Como si a Venecia le hiciera falta más agua! Al salir, supe lo que significa el Acqua Alta. Toda la plaza, todas las calles circundantes estaban inundadas de agua, de mucha agua. Tuve que comprar unas bolsas plásticas en forma de botas. Maltrechas, resistieron mientras hacia maromas por pasarelas y por calles en las que el agua me llegaba por encima del tobillo. Esa tarde escuché decir a una vendedora que el campo Santa Margherita parecía una piscina hasta después de la una de la tarde.

El acqua alta sube y baja como la marea. “Cuando ocurre es el mejor momento para refugiarse y hacer el amor”, lo leí de un escritor. Amor no es palabra que pueda faltar al hablar sobre una ciudad repleta de lugares comunes que lo persiguen con interminables máscaras. Pero, el amor más allá de las palabras; el que nos desvela en la mitad de la noche y nos despierta a la vida; el que nos cobija e invade los sueños; el que nos dibuja con verdad y nos borra las aristas haciéndolas invisibles; el que se ciega por la locura para que sea ella quien lo guíe; el que conjuga sagrado y profano en un lienzo de Tiziano; el sublime imaginado que ilumina lo real…
…de ese amor, divisé cierto destello -a lo lejos- a Venus brillar junto a una luna en cuarto creciente mientras me adentraba con sosiego en la Serenissima, un lugar capaz de diluir toda contradicción entre sus aguas. Habrá que volver para intentar alcanzarlo. La mañana en que partimos la ciudad se escondía cubierta por una espesa neblina.


Paris, xi 2008

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