jueves, 11 de junio de 2009

Mardi Gras

A Mario Bertorelli


No son semejantes sus Carnavales a los de El Callao, en donde uno le da la vuelta a la plaza bailando calipso, cae borracho y duerme en la plaza. Ni a los de Venezia y sus máscaras, Río y sus nalgas generosas de fiesta, ni los viejos de Caracas. Uno mira la vieja ciudad francesa, vendida junto con toda Lousiana por Napoleón hace doscientos años, pasea, digo, la mirada por el final del Mississipi, hace escala en alguna iglesia e intenta rezar, huye de sí mismo. Amo mi tierra, pero me reconozco anárquico y neotribal, constructor de ciudades y catalogador de sus ruinas perdidas a la vista de quien llega. Veo los king cake pasar y hago reverencias mientras espero los últimos cinco días del Carnaval. Aquellos en donde las carrozas no pasarán por Bourbon Street y aún así, las imagino transitar, lentamente, llena de muchachas, identificando cada krewes y sus colores Pasa la peña Comus, pasan las otras protestando sus persecuciones, sus críticas despiadadas, su falta de respeto a la huella de la Galia en tierra americana. No estoy en 1699, ni en 1972, en que las peñas desfilaron por última vez por este barrio, ni en 1979, quizás el mejor de los carnavales acaecidos hasta ahora. El hombre cantó antes de hablar, da vueltas en el tiempo hasta que ya no hay tiempo, y en el espacio hasta que el mismo desaparece. San Buenaventura, Pascal y Borges la continuaron, esa frase de Giordano Bruno: perché tutto lui é in tutto il mondo, ed in ciascuna sua parte infinitamente e totalmente. Sigo las huellas en el aire, lleno de estrellas y los fantasmas de Epicuro y Lucrecio, también aquí y en ninguna parte. No estoy en febrero o marzo, tiempos del Carnaval. Tampoco estoy en New Orleáns. Lo veo a través de las fotos de una amiga. Como veo los juegos del deportivo Táchira en Pueblo Nuevo, en otra ciudad donde no vivo, sino solo de paso, en tránsito, por ráfagas lentas de larga mirada.
Uno reconoce sus tribus, uno respira el aire de lo que en algún lado comienza o en otro se acaba. La huella de aquel que nunca habla, la del que solamente canta.

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