domingo, 7 de junio de 2009

Luz en Caracas

Son pocos los espacios habitables que nos quedan. Caracas es desde hace más de veinte años un gran espacio transitable: ciudad construida para automóviles, los lugares en “donde estar”, son cada vez menos. Cuando aspiramos al reposo, solemos aspirar al ruido que nos diluye en la nada. No llamo ruido a la música que escuchemos (salsa, reguetón, rock, tecno). Pero no aspiramos a lograr el silencio a través de la música, a través de la epifánica concentración que nos otorga. Hablo no solo de la música como arte; también de la suave música de un perfume, de una guayaba que se muerde, de un escote que se observa callado, de una risa que se escuche. Como espacio transitable hecho ciudad, nuestra sensibilidad es visual y prosaica. El contemporáneo desdice de esto porque lo puede acercar peligrosamente, a veces de forma brutal, a la realidad y a sí mismo. Debe tomarla en cómodas cuotas narrativas. Recordarle que lo acompaña aunque no se dé cuenta. Aparece como la llegada de las langostas en algún lado o las temporadas de lluvia. Siempre viene en camino aunque no haya punto de llegada. Hay acordes que empiezan a sonar.
La virtud de regresar a la ciudad por tierra, por ejemplo, es superior a regresar por avión. En ambos caso te guían arquetipalmente: alguien conduce. Pero cuando es por tierra (y más si es de noche) los avatares del cansancio, del abandonarse desde eso, aumentan. Uno viene desde el sueño a la conciencia. Y si haces tu entrada un fin de semana, sin tráfico habitual, hacia las seis de la mañana, te encuentras con esa luz que te invita a dejarlo todo o aceptarlo todo. Volver a Caracas no es volver a una ciudad, es volver a ese espacio que la envuelve. En el fondo, la visión de El Dorado nos sigue empañando o clareando la mirada. No hay palabras para describir tanta belleza. Acepta ser parte de este orden natural de las cosas. Entiendes porque, de alguna manera, sigues aquí. No es por los años de vivencia, ni por haber sido criado en este lugar o porque aquí es donde ganas el pan. Es esa luz que envuelve el espacio desde el sueño y que hila con suavidad tu música con la de ella. Se abre una dimensión que trasciende el tiempo y vuelve el espacio en donde estamos un lugar intemporal en donde aún corren los tranvías y las haciendas de caña y café nos envuelve en sus olores: habitamos otro tiempo, el del otro, el que es nuestros y de los otros, vivos o no.
Quien no vive en esta ciudad, ve sólo a 6 millones de almas en llenas de neurosis. Yo veo a esas personas sumidas en un sueño que quieren hacer realidad cueste lo que cueste. Una realidad de luz apagando el sueño. Así tenga que hacerse en otro lugar distinto a este.
Caracas suena, decía Cabrujas. Es un acto mágico y secreto, un repique de tambores y de trompetas en los signos que le corresponden a cada quien. Somos ese espacio que, cada tanto, procura hacer eco de esa luz, salvaje; de esa música, que nos habita, anterior a todo tiempo e indiferente a nociones ridículas de futuro. Una luz real, un espacio habitable que se hace reino, un presente permanente

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