domingo, 7 de junio de 2009

Milano, San Siro y la Vecchia Signora

Milano, San Siro y la Vecchia Signora

Llegamos a Milano en un Eurostar, antes de mediodía. La estación de tren, hija de Mussollini, no es tan avasallante por dentro. Llegan trenes de toda Italia, de Suiza y de Francia. Los Alpes conviven ahí, serenos, entre ciclistas de Zürich o Basilea, o comerciantes de Niza o Marsella. Compramos un mapa y decidimos hacer la ruta a pie (después nos arrepentiríamos). Nos llamó la cantidad de calles con nombres alusivos al Sur (Buenos Aires o Uruguay, italianos que volvieron) y con reminiscencias izquierdistas en la ciudad más capitalista del país. Llegamos cansados a la Galleria y enseguida, la Catedral. Todo es grande en Milano: las iglesias, los edificios, las avenidas, las mujeres. La catedral Gótica deja sin aliento (mi hermano casi sufrió un síncope. Dentro de un año lo sufrirá en Sevilla): su silencio, su oscuridad, la meticulosidad con que fue hecha (y con que estaba siendo reparada) abruman. En la plaza, al lado de la Catedral, abundan los africanos ofreciendo cualquier cosa que le compres. Te persiguen, te aturden. Uno tiene que huir rápido de ahí. Entramos a MacDonalds a comprar un refresco. Al subir al baño, entro a mi urinario y cierro la puerta. Escucho a otra persona entrar al del frente, seguido de golpes, bufos, bamboleos de la puerta increchendo. Al salir, un oriental esperaba para entrar y, mágicamente, salen del urinario una muchacha y un muchacho corriendo y muertos de la risa. Sexo rápido en MacDonalds.
Llenos de dudas decidíamos cómo ir hasta San Siro. Un taxi nos cobraba veinte euros y no entendíamos del todo el sistema del metro. En un kiosco preguntamos y un muchacho, salvadoreño (la ciudad estaba llena de centroamericanos), nos recomendó irnos en tranvía. Fue la mejor decisión. Gracias a él, recorrimos la ciudad de cabo a rabo y la disfrutamos. Al llegar a San Siro, la emoción nos embargaba. Estaba muy solo el estadio. Mi hermano decidió preguntar y volvió contando que hay un museo y de ahí sale un tour dentro de un rato. Me dijo el precio. Muy alto como para que fuéramos los dos. Le dije que entrara él, fanático furibundo del Milan (aunque mucho más de Barca). Quedé en esperarlo en unas escaleras cerca, fuera del sol.
El tour duraba más de tres cuartos de hora. Entretanto, pregunté hacia donde quedaba Torino. Me señalaron con el dedo y, sentado, luego de sacar una camisa del equipo y ponerla al frente mío, me dediqué a cantarle loas a la Juve, a celebrar ese origen ancestral con el Deportivo Táchira, agradecerle por tanto fútbol, por ser un equipo fundado por estudiantes y luego de los Agnelli, por ganar el campeonato mundial del 38, por Rossi y Platini, por tantos juegos vistos en secreto, a espaldas de mi hermano.
Le declaré mis amores a la Vecchia Signora, ahí, bajo sombra, bajo la rabia de San Siro.
Cuando salió del estadio, venía eufórico de tanta foto y lo apuré hacia el tranvía por las miradas asesinas que me dirigían.
Mi hermano nunca supo nada. No lo sabe todavía.

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