viernes, 12 de junio de 2009

El Paseante Cartógrafo, por Richard Niño

El ritmo acelerado de nuestras calles, y de nuestra época, pareciera exigirle al ciudadano cada día más tiempo y espacio, y el individuo no ha tenido otra alternativa más que ceder las horas y entornos como parte de su proceso de adaptación al crecimiento urbano. Tanto es así el acelere que en tiempos anteriores, y supongo muy anteriores, la tranquilidad y serenidad con que los individuos podían sentarse a despojarse de los cansancios después de un día de trabajo comenzaban justo en el momento que el sol mostraba sus últimos colores en las puertas, la noche oscura servía para sustentar esos descansos apenas interrumpidos por unas cuantas bullas; la de unos pocos que celebraban días especiales o simplemente las de aquellos que quieren romper el silencio nocturno en conversaciones que no dicen mucho, que sólo van con la intención de distraer otros cuantos oídos, sacar algunas carcajadas, o buscan calmar la ansiedad de la boca por el hablar; las visitas a la familia de una calle cercana, y por supuesto las bullas que se burlan de la urbe caótica y esta última que por más que se les pare al frente y se empeñe en gritarles hacen caso omiso, en estos casos tiene más poder un cinturón en el brazo de una madre o el cansancio, ese cansancio que brota entre la respiración agitada como una bocanada de aire por la boca que sonríe: la de los niños. Ahora la ciudad para atender su metabolismo ha tenido que alimentarse de las horas y el espacio, y esa tranquilidad se ha desplazado lejos de las ciudades. La noche silenciosa y la brisa serena ya no se encuentran en estos espacios de humos de carros y autobuses; de carreras y empujones. Quien tenga las intenciones de hallar está tranquilidad deberá alejarse de los centros sobrepoblados, irse a lo lejos, libre de esos ruidos que aturden y los humos que empañan, esas son las palabras, aturdir, empañar. Las pequeñas ciudades aún pueden encontrar un silencio que se perpetúa durante ratos prolongados; y por supuesto con los ruidos que no aturden: las bullas que mencioné antes y que sólo podrán incomodar a un vecino amargado.
El empañamiento es una de las consecuencias de la ciudad congestionada, así como el aturdir es ocasionado por un fuerte ruido o muchos que impiden al individuo distinguir unos sonidos de otros. Las distintas cornetas en la cola de una avenida cualquiera (pues en todas hay cola), los motores, los gritos y todas las voces que conversan imposibilitan los sentidos tanto como los titanes que se pueden encontrar en la cotidianidad de la ciudad y a los que quitamos la mirada para tratar de ignorar. Incluso en vez de distraernos en nuestros pensamientos, tratamos de pensar en cualquier cosa para distraer los sentidos; los pensamientos que nacían de la nada y nos distraían terminamos sacándolos con una pala, escarbamos en nuestras cabezas con la esperanza de sacar algo que permita pasar por alto todas las vistas de la ciudad. ¿Cómo encontrarse con el paseante solitario al que Lezama hace referencia en sus “Coordenadas Habaneras” en una ciudad de este tipo? Más que ser una pregunta que se comporta como interrogante, termina por funcionar como un intento de excusa para justificar nuestra pérdida de sensibilidad.
Sería importante resaltar, o mejor dicho, hacer mención a algunos detalles particulares referidos por Lezama; Paseo, parque, juego, soledad. Tengo quizás algo de suerte al vivir en una pequeña ciudad alejada de la gran capital, y en este país mientras más te alejes de los centros más urbanizados pareciese que la velocidad disminuye y las comunidades que habitan esos centros menos poblados van a un ritmo más lento. En mis viajes de retorno de la gran capital a mi pequeña ciudad da la impresión incluso de que los viajes se hacen a través del tiempo, por supuesto entre tiempos no tan remotos, mas con diferencias muy notables. Desde el momento en que bajo del bus y sigo el trayecto hacia mi casa, al llegar, podría recordar todos los rostros que pasé por un lado en veinte minutos de caminata, seguro no serían más de quince. El hecho de vivir en este sitio alejado me permite referirme a las diferencias que pueda conseguir entre el parque de mi lugar de procedencia y el parque del lugar que frecuento cuatro días a la semana, la gran urbe. En la pequeña ciudad los parques pasan más tiempo jugando con el viento que con algún niño. En una que otra ocasión, un pequeño encuentra apropiado el espacio para convertirlo en un cuartel o escondite; de vez en cuando una pareja de jóvenes encontrándose en abrazos y besos; y rara vez algunos adultos sentados conversando mientras sus niños corren de acá para allá, en el parque. En este caso el parque es sólo un sitio más para el juego, las caricias, o para conversar. Abusemos un poco de la concepción de parque de Saint Exupéry: de algún modo el parque es hecho por el juego, por lo que me atrevería a decir que el juego no es más que la manera en que las pasiones se hacen actos, así que para los que se encuentran en el parque, tanto como para el paseante solitario al que Lezama Llega a hacer referencia (y distinto al paseante confundido), esas pasiones desbordadas en saltos, gritos, caricias y en el paseo podrían llamarse juegos. Ante el posible intento de refutar el paseo como juego y de alegar que en el paseo existe cierto grado de conciencia, pues el paseante solitario antes de salir pensará: “voy a dar un paseo”, no se hace más complicado responderle desde mis recuerdos y los suyos preguntándole si alguna vez de niños no llegamos a plantear: “voy a salir a jugar”.
En el juego conseguimos la diferencia de parque entre la ciudad pequeña y la grande. En el paseante, el paseo que resultaba tan espontáneo como la risa termina por convertirse en necesidad al ser perturbado por el entorno de la gran urbe y entonces el parque busca convertirse en El Sitio de juegos para el paseante; se convierte en un refugio, se invierte la concepción de parque y paseo. En la gran ciudad el individuo va al parque para encontrar al juego, poniendo en un nivel superior a estos espacios cerrados; el principal problema de esta alternancia quizás Saint Exupery pudiese explicarlo mejor desde su nostalgia: “… no es en el parque, sino en el juego donde es menester estar”. Por supuesto, no hay quien pueda negar que existan, y esto exceptuando a los niños que parecen tener cierta inmunidad a la urbe, unos cuantos poetas paseantes que aún entre el ruido, las construcciones y los humos pueden detenerse y alcanzar su juego en un sitio como la ciudad, sin embargo son pocos. Y aún así se hace difícil mantener un juego que se perturba por el riesgo a ser atropellado por motorizados en las aceras, por personas en el metro, y por perder algunas pertenencias a causa de unas cuantas manos ágiles.
Sin embargo el don del paseante solitario, y casi el despiste que permite hacerle olvidarse de los ruidos y ver más allá de los titanes, está en el mismo carácter solitario de su condición de paseante. Lezama Lima incluso parece no olvidar está característica tan particular de ese paseante y lo distingue de aquel confundido que va al parque a encontrar abrigo sin darse cuenta que ha llevado a la ciudad consigo. Quizás ese es el punto común, entre el paseante, todos los apasionados que alcanzan un juego, y la inmunidad infantil. En este punto me atreveré a tomar unos extractos de las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, quien dirigiéndose al señor kappus hace, desde los inicios del texto, referencia a la soledad:


“(…) Pero no puede equivocarse usted. Lo que se necesita, sin embargo, es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí y no encontrarse con nadie durante horas y horas, eso es lo que se debe poder alcanzar. Estar solo, como se estaba solo de niño, cuando los mayores andaban por ahí, enredados con cosas que parecían importantes y grandes, porque los mayores parecían tan ocupados y porque no se entendía nada de lo que hacían.
Y si un día se comprende que su atareamiento es mezquino, sus oficios petrificados y ya sin relación con la vida, ¿por qué entonces no seguir mirándola igual que un niño, como una cosa extraña, desde lo hondo del mundo propio, desde la distancia de la propia soledad, que es ella misma trabajo, rango y oficio? ¿Por qué querer intercambiar el sabio no-comprender de un niño por lucha y desprecio, cuando sin embargo el no comprender es soledad y, en cambio, la lucha y el desprecio son participación en aquello de lo que uno quiere separarse con los mismos medios?”

Los juegos que vienen de lo “hondo del mundo propio”, el observar del paseante solitario “desde la distancia de la propia soledad”, “el sabio no-comprender” de los niños, todos se desprenden y podrían explicarse y resumirse en su soledad, y el no poder llevar la soledad como la motivación y motivo de el paseante confundido que lucha y se agita por alcanzar ese juego cuando la lucha y la agitación son los mismos medios de la gran ciudad.
En esa soledad es que Lezama Llega a detenerse en distintos puntos (coordenadas) de La Habana y narrar las cosas que percibe; por supuesto, en su texto sus planteamientos se hacen presentes como una reflexión de esas cosas que ve, en lo que se repite día a día, en lo sucesivo, sin embargo parten de esas observaciones en un momento de soledad, necesaria para poder evitar distraerse con la espera de “la guagua”: ese monstruo anaranjado que me atrevería a apuntar como la imagen perfecta de todo lo que la ciudad es. Un monstruo de motor, como la ciudad, una máquina con su ritmo y fuerza sobrehumana. En la ciudad maquinal, la sociedad cree moverse sobre ella, cuando es ella la que mueve al hombre y este no tiene más remedio que alcanzar y adaptarse a su ritmo como el albañil que se hizo un espacio donde no lo había en el bus para no ser dejado atrás por la máquina.
Quizás el exceso de máquinas y monstruos en nuestra Caracas nos haga más difícil acercarnos a la soledad que permitió a Lezama detenerse en cada una de las coordenadas de La Habana, quizás esto se deba, más que todo, a que en una ciudad sobrepoblada como la nuestra el exceso de monstruos que nos exigen más y más energía y tiempo ha ocasionado que ellos se hayan convertido en nuestras sucesivas, por lo que quizás el hablar de monstruo como lo hace el escritor cubano de “la guagua” sea un poco incomprensible, sin embargo basta un poco remitirnos a la realidad de la Cuba y situarnos como un paseante solitario y entonces, quizás, podamos encontrarnos con las mismas perspectivas de la realidad del escritor cubano, incluso el viaje no tiene que ser tan temporal, puesto que La Habana en cuanto a desarrollo urbano ha seguido un ritmo más lento que el de nuestra sociedad. Quizás esté más cercana a la realidad de mi pequeña ciudad La Victoria, donde los monstruos vienen a ser constituidos por unas cuantas paradas de bus, y esto es imaginando a mi localidad más poblada, de este modo no se me haría difícil encontrar “las guaguas” en mi ciudad.
Además de monstruos, por supuesto que las observaciones del paseante se prestan para distintas situaciones, basta con ver los distintos apartados de Lezama, las distintas coordenadas. Pudiésemos tomar en consideración la del juego de pelota por ejemplo. Me atrevo a pensar que Lezama cuando hace un apartado sobre el béisbol en su país y la proyecta cuatrocientos años más tarde, haciendo una referencia a “los Mommses de entonces”, lo hace obedeciendo cierta solidaridad intelectual, tal vez con la intención de señalar más que todo un marco de oficios que le permitirán reconstruir ese juego de pelota. Sin embargo discrepo de esta solidaridad, puesto que considero que las vivencias, la memoria o la tradición son las que llevan consigo un sabor y las que motivarían a un “maestro del cronicón” a elaborar semejante relato. Desde está perspectiva quizás hubiese sido mejor asignarle la reconstrucción de un juego de pelota a un cronista cubano. Para comprender esta osadía de mi parte sólo basta con acercarnos a algunos portales donde la realidad cubana se muestra en el presente, si nos acercamos a los artículos de Pincho Acuña quien hace referencia al deporte, más que el artículo en sí que por lo general termina tratando algún problema administrativo o político, llega a hacer mención de una realidad del cubano y que es su pasión por el deporte, en especial el béisbol. Buscando las horas y espacios disponibles y sacrificando horas de descanso, por el lado del espectador, este encuentra la manera de acercarse al deporte; y por otro lado el del deportista, siendo el béisbol en Cuba el deporte donde más puede un atleta destacarse y salir a participar en eventos internacionales como las Olimpiadas, ¿cómo no encontrar en este deporte un camino para cumplir sus sueños de deportista? Por otro lado, si acá en Venezuela que en cuanto a deportes tenemos distintas posibilidades, imagínense un poco el grado superior de entrega hacia este deporte del cubano si en nuestro país en temporadas de béisbol incluso los radicalistas y extremistas que se oponen y hacen guerras durante el resto del año terminan en treguas y declaran nuevos enemigos obedeciendo la simpatía y rivalidad hacia los equipos en cuestión, celebrando a gritos y abrazos las victorias cuando en una época que no es de temporada no se podrían acercar a hablar, esto es acá, teniendo otras posibilidades y a las cuáles el venezolano recibe con el mismo comportamiento; ¿cómo podrá ser para el cubano que no posee muchas otras alternativas? Tomando esto en cuenta Robémosle la lámpara famosa y el mago de Santiago a Lezama, pero con la diferencia de que el informe estaría remitido a un cubano; qué podría salir de los relatos de un abuelo, que a su vez eran los relatos de un bisabuelo; de los desvelos, de los descansos sacrificados; de las celebraciones de las victorias y el de las tristezas de las derrotas; las anécdotas de algún familiar que estuvo en los campos convirtiéndose de deportista a atleta, representando a una tradición entera, en una aventura, los entrenamientos, los aplausos, los sacrificios que tenía que hacer por el deporte, el cansancio. Llevando en su sangre esa tradición, la emoción que se desborda no podría ser muy distinta a ese relato al que hace mención Lezama, así como al señor Poitewin, al hablarle sobre Grigorss a Feirefits, la emoción era tal que por más que intentara evitarlo le salía en canto, ¿cómo no creer posible que ante todas estás emociones que vive nuestro cronista cubano, que además las lleva en la sangre y en la memoria, no salgan al papel como todo este relato casi místico?
De este modo se puede entender, quizás, un poco mejor a Lezama y sus Sucesivas, su visión no es más que la del poeta que pasea en su soledad y se detiene en las distintas coordenadas a observar y reflexionar, un juego que sólo está en unos pocos de nuestra sociedad, quizás empañado y aturdido por los gritos y los titanes de nuestra ciudad, esos monstruos que pareciese alejarnos más de nuestro entorno. El poder distinguirlos todos, el poder además hablar de ellos y no sólo de ellos, sino de las muchas realidades que se viven en nuestra gran urbe, el reflexionar sobre ellas tal como un Habanero solitario pudiese hacerlo en la Cuba exigen de algún modo que nos detengamos, que nos deje el bus de vez en cuando, reducir el ritmo acelerado en el que la ciudad nos lleva, pasear por las calles y los parques sin tratar de escarbar en la cabeza por una tranquilidad; simplemente salir, solo, solitario, el juego del paseante saldrá entonces. Por supuesto en nuestra ciudad de caos se hace más complicado, con esa urbe gritándonos al oído y parándose en nuestro frente, pero ahí es donde entra el despiste del poeta, quién responde a los gritos de la misma manera en que los niños lo harían o como Diógenes de Sinope respondió a Alejandro Magno: “quítate que me tapas la luz del sol”. Quizás sea más fácil para un cubano en La Habana que posee menos monstruos y “servicios”(en este caso sinónimos) que nuestra Caracas convertirse en un paseante, sin embargo esto no es lo que se busca remarcar, más que eso, es la importancia que implicaría convertirnos en este tipo de jugador en nuestra ciudad agitada, si ellos pueden reconocer los monstruos de su ciudad, ¿cuánta falta no nos hace a nosotros reconocer todos los titanes de la nuestra? todas las reflexiones que se podrían sacar, todos los monstruos que pudiésemos reconocer, detenernos en un sitio, jugar. Este jugador de la gran ciudad, este -solitario, poeta, niño- paseante en nuestra sociedad, si tomamos a consideración a Lezama y todas las coordenadas que pudo trazar de su Habana en calidad de ese mismo paseante, en nuestro caso alcanzaría una nueva mención, Paseante Cartógrafo.

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