martes, 7 de julio de 2009

Pisa, elogio de mi hermano

No quería ir a Pisa. La idea de ir a una ciudad solo porque tiene una bendita torre inclinada me parecía estúpida y de turista japonés cruzado con gringo y luego vuelto a cruzar con maracucho. Prefería ir a Siena. Pero el énfasis concreto de mi hermano me convenció. La ciudad es bella, limpia, abierta con su río y sus puentes. Al final de largas calles, uno llega a la plaza. Parecía una feria, un mercado chino, una venta de empanadas en la carretera (cambiado esto por panninis, pizza y con suerte, calzone). El capitalismo en su máxima potencia y expresión. Camisas, sombreros, llaveros, dijes, sarcillos, etc con la imagen de la Torre. Y al final, la Torre. La imaginaba más grande. La imaginaba más inclinada. La imaginaba mejor coño, y me vienen con esta vaina. Me negué rotundamente a subir a ese estropicio. Simón me miraba condescendiente, paciente infinito como solo lo es él conmigo. El sí subiría. Mientras esperaba abajo, rodeado de españoles, portugueses y claro, japoneses, mientras leía los embustes indignantes de Casanova en sus memorias, levanté la vista y vi a mi hermano arriba, rodeado de la tierna luz de primavera en esa mañana. Lo saludé y me tomó una foto. Se veía magnífico. La altura de papá y toda su elegancia (igual que Christian, el mayor de nosotros), esa nobleza al desplazarse y esa desfachatez al tomar la vida a bocanadas. Parecía el dueño de la torre y todos los viejitos alemanes alrededor de él sus sirvientes. Mientras bajaba, no dejaba de pensar en la corrección de mi hermano, su sentido del ahorro, su piedad cotidiana y su casi santidad (de la que me alejé en un momento oscuro del alma). Su disposición abierta a vivir, a divertirse, a darse los pequeños placeres que lo llenan: el cine, un libro, una simple hamburguesa. Respeté esa constancia permanente de sus mejores y peores hábitos, esa fraternidad.
Al llegar me mostró las fotos y pude ver a todo el complejo transformado en otro. Tiene la mirada del que siempre ve más allá de todos. Como me enseñó viendo los cuadros en la Uffizi.
No quiso la consabida foto sosteniendo la torre. Se tomó dos con ella al fondo nada más. Fuimos a comer, y al paso, volteando a verlo, no hacía sino entender que lo mejor de mi mismo es su reflejo, su luz. Cómo me hacen lo bueno que pueda ser mis hermanos cruzando la luminosidad de sus presencias, cercanas o cercanos. Como soy simplemente un cruce de espejos en que espero el resto vea lo mejor de ellos a quien amo. A lo mejor con estas palabras.

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